lunes, 22 de junio de 2009

Condenados a estar conectados

Por Beatriz Sarlo
Hace pocas semanas, todos vimos la foto o el plano de televisión de Rosa Molina, la compatriota chaqueña de 56 años que pesa sólo 24 kilos. Sentada en la catedral de Resistencia, debajo de una cruz gigantesca, la mujer parecía venir del fondo del tiempo. Su cuerpo torturado por la miseria era el de un semihumano de la estatuaria gótica. Como menos que humana la habían tratado, hasta el momento en que dos o tres denuncias la sacaron un rato del infierno. Los mismos diarios y las mismas pantallas de televisión, en los mismos días, mostraban los millones de turistas (mayoría de argentinos) que llevaron los números de ocupación hotelera a la altura del paraíso. Se puede hacer un fondo de pantalla de la computadora con la foto de Rosa Molina o de las familias felices triscando en la nieve. Vivimos, en efecto, en un mundo superconectado y eso nos obliga a enterarnos, aunque sea para olvidarlo de inmediato, de la existencia de Rosa Molina, que forma parte de los desocupados del Chaco, la mitad de la población activa de la provincia (a la que contribuyen en cantidad escandalosa los indígenas cuya condición no ha mejorado porque ahora se los llame "pueblos originarios": siempre estuvieron en el fondo del tacho y siguen estando allí). Estamos conectados y nos enteramos de todo.


La superconexión incluye, por supuesto, las indispensables conversaciones que tienen como escenario el colectivo. Incluye los mensajes de texto que van y vienen, consultados dos o tres veces a lo largo de un viaje en tren que dura veinte minutos.
Incluye todos los espacios donde las laptop y los nuevos teléfonos se pueden enganchar a la red como si uno estuviera frente su computadora de escritorio. Muchos saben lo que es consultar por internet, cada cinco minutos, el marcador de un partido de tenis o de fútbol; yo soy la primera en confesarme adicta a esa actualización compulsiva.


Hace casi cuatro décadas, Umberto Eco afirmó quelo más propio de la televisión era la "toma directa" del acontecimiento mientras estaba sucediendo, que en esa capacidad de reproducción instantánea la televisión tenía su rasgo más particular y el secreto que la separaba de otras representaciones con imágenes y sonidos como el cine. Cuando Eco hizo esta afirmación, nadie podía adivinar la masa de conexiones y transmisiones directas que hoy nos constituye. Más que una descripción, Eco hizo una profecía: vivir en directo, no sólo como dato sino como utopía cultural.


Hay gente que, todas las tardes, consulta por lo menos dos veces las actualizaciones en internet de los diarios. No sé si es un modo para estar mejor informado que hace veinte años (época en que los diarios argentinos, por ejemplo, tenían muy buenas secciones internacionales y menos páginas de esas secciones perecederas por default que se llaman "sociedad" o "vida cotidiana"). Pero, aunque no se obtenga más información que antes, lo que a uno lo posee es una curiosidad irrefrenable por el detalle que podría haberse alterado en el curso de cuatro o cinco horas. Como si uno estuviera comprando acciones en la bolsa de Tokio. La conectividad jamás reconoce un tope, y siempre parece amenazada por alguna caída imprevista. Nunca hay demasiada conectividad; la conectividad, por definición sólo puede juzgarse en peligro. Siempre se puede caer un servidor, fallar la banda ancha, debilitarse la señal y de pronto, páfate, el mundo pierde relieve. Se desvanece o nos desvanecemos.


Perón, durante sus dieciocho años de exilio, enviaba cartas, documentos y cintas grabadas a sus seguidores. Hoy daría videoconferencias y López Rega colgaría un MP3 todos los días de modo que las directivas del líder pudieran bajarse a los equipos de audio miniaturizados. No sé si eso hubiera acelerado su regreso triunfal de 1973, pero estoy segura de que el suspenso y la precaria llegada de las cintas grabadas serían superados por la comodidad con que circularían los MP3 por correo electrónico. Incluso podría emitir en continuado una radio por internet: "Desde Madrid, hoy a las veinte horas, Perón se dirige a todos los argentinos".


Con sus celulares a mano, mientras regresan del trabajo a su casa hombres y mujeres habrían podido escuchar un podcast peronista y programas donde se reprodujeran discursos históricos. Como todos los investigadores y los periodistas y la gente que opina en el mundo interconectado afirma que la política ha cambiado justamente por los efectos de las nuevas tecnologías comunicativas, no está prohibido reescribir la historia en este futuro hipotético. Naturalmente, los servicios secretos y los enemigos de Perón estarían hackeando su página de internet, introduciendo virus en falsos mensajes de correo del Gran Conductor que podrían sembrar el desconcierto.


Dejo a los lectores la continuación de este folletín tecnopolítico. Yo tengo que ver el resultado de Cañas en el torneo de Toronto, bajar los mensajes, subir unas fotos, buscar en las páginas de cocina una receta de alcauciles rellenos dificultad cero, bajar el MP3 gratis de allaboutjazz. com, que cambia todos los días, bendito sea. No sé qué haría con mi tiempo sin estas impostergables actividades.
Vanesa Bouza Sociología
Extraído de: http://www.clarin.com/diario/2007/08/26/sociedad/s-01483400.htm

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