viernes, 2 de mayo de 2008

El Animal que Habla

Al hombre se le llama en griego zoon phonanta, animal que habla. Lo que diferencia a la humanidad de las bestias es su capacidad de crear un sistema de signos audibles capaces de representar no sólo sus pensamientos y sensaciones sobre el mundo exterior, sino también ese propio mundo. Ustedes me dirán que existen algunas aves que hablan y que algunas, como las cotorras, llegan a hablar muy bien. Los chimpancés pueden aprender ciertas palabras y estructuras de un lenguaje sencillo. Pero sólo los seres humanos presentan la capacidad de crear una lengua completa, que no consista únicamente en mímicas parciales o en unos pocos nombres o verbos. Cuando un animal comienza a hablar se llama a sí mismo hombre.
Todos tenemos una idea vaga –completamente falsa, por lo demás- de un primer hombre primitivo profiriendo gruñidos y aullidos como Tarzán y acompañando la bronca melodía de estos vocablos con un redoble de golpes en el pecho. Pero puede afirmarse con seguridad casi plena que el lenguaje de los hombres no comenzó así. Ha de haber comenzado con un balbuceo incesante, seguramente en la oscuridad. La oscuridad es siempre aterradora, especialmente para el que está solo: muy temprano el hombre aprendió a apreciar la sensación de sociedad, lo tranquilizador de no estar solo después de que el sol se ha puesto, cuando la luna no se ha levantado todavía y la caverna carece de luz. El habla surgió seguramente antes del descubrimiento del fuego y seguimos tendiendo hasta hoy a usar el lenguaje simplemente como un modo de establecer y desarrollar el contacto humano, más que como medio de transmitir mensajes y expresar sensaciones (…)
Anthony Burgess, El animal que habla

Umbrales de la Semiótica

En el momento que el australopiteco utiliza una piedra para descalabrar el cráneo de un mono, todavía no existe cultura, aunque en realidad transforma un elemento de la naturaleza en utensilio. Digamos que surge cultura cuando: a) un ser pensante establece una nueva función de la piedra; b) lo “denomina” “piedra que sirve para algo”; c) la reconoce como “la piedra que corresponde a la función X y que tiene el nombre Y”. Estas tres condiciones ni siquiera implican la existencia de dos seres humanos. Es necesario que quien utiliza la piedra por primera vez considere la posibilidad de transmitir al día siguiente (aunque sea a sí mismo) la información adquirida y que para ello elabore un artificio mnemónico. Utilizar una piedra por primera vez no es cultura. Establecer qué y cómo la función puede repetirse y transmitir esa información, esto sí lo es. El hombre se convierte en emisor y destinatario de una comunicación. En el momento en que se produce la comunicación entre dos seres humanos, es fácil imaginar que lo observable es el signo verbal o pictográfico con el cual el emisor comunica al destinatario el objeto piedra y su posible función, por medio de un nombre (por ejemplo “hundecráneos” o “arma”). El objeto cultural se ha convertido en el contenido de una posible comunicación verbal. El emisor puede comunicar la función del objeto incluso sin denominarlo verbalmente, sino tan solo mostrándolo. Desde el momento en que el posible uso de la piedra ha sido conceptualizado, la propia piedra se convierte en signo concreto de su uso virtual. Por lo tanto se trata de afirmar que desde el momento en que existe sociedad, cualquier función se convierte automáticamente en signo de tal función. Esto es posible a partir del momento en que hay cultura. Pero existe cultura solamente porq ue esto es posible.
Con todo esto no queremos decir que la cultura sea solamente comunicación, sino que puede comprenderse mejor si se la examina desde el punto de vista de la comunicación.
Humberto Eco, Los umbrales de la semiótica (Adaptación)