viernes, 15 de junio de 2007

La excepción cultural


por Valeria Sambucari *

Introducción

Tradicionalmente la visión sobre el arte siempre estuvo asociada a la visión más pura y libre del ser; contrapuesta a los valores mundanos de la materialidad más rústica. Pero qué pasa cuando el concepto de arte pasa a ser reemplazado por el de industria cultural, y los productos de esta industria se debaten entre asimilarse por completo al resto de los productos comerciales, o mantener un carácter excepcional por sobre el resto que de alguna forma de cuenta del valor agregado, de la significación extra que les es propia como expresiones culturales.
Esta polémica, profundizada en la actualidad desde distintas perspectivas, condensa en el tema de la excepción cultural, consistente en exceptuar a la producción cultural de las reglas internacionales de intercambio comercial. Este será el eje temático de esta monografía, en la cual se pondrán en juego las posturas de diferentes autores que aportan a esta discusión: Beatriz Sarlo[1], Mario Vargas Llosa[2] y Jorge Coscia[3]. De su comparación y problematización surgirán algunas conclusiones que de ninguna forma, y pese a la paradoja, serán verdades concluidas, sino que pretenden motivar la continuación de los debates.

Toma de posiciones

En el origen de esta temática, Sarlo expone la visión sociológica del arte que más tarde legitimará la polémica de la cultura como industria. Refiere a un “proceso de desacralización” del arte que “reduce las posiciones estéticas a relaciones de fuerza dentro del campo intelectual” (pág.155). De este modo, la toma de partido por valores estéticos no es más que una búsqueda de legitimidad y prestigio; y si desaparecen las razones puramente estéticas que otorgaban significación al arte, también lo hacen “los mitos de la libertad absoluta de la creación” (pág.156). El valor intrínseco de la obra es reemplazado por la idea de “acuerdo constitucional sobre lo que debe hacerse”. Es así que se instaura un “relativismo estético” análogo a la democracia, donde el principio de regulación es el pluralismo, asegurando una “equivalencia universal: ‘todos los estilos parecen más o menos equivalentes e igualmente (poco) importantes’. Nadie podrá ser condenado por sus ideas estéticas, pero nadie tendrá los instrumentos que permiten comparar, discutir y validar las diferentes estéticas. El mercado, experto en equivalentes abstractos, recibe a este pluralismo estético como la ideología más afín a sus necesidades.” (pág.158). Es el mercado, entonces, quien va a asumir el papel legitimador, donde se instituirán los valores a través de la voz del público. Pero a un tiempo, ese mercado “agrega a las tendencias igualitaristas un antiigualitarismo basado en la concentración del poder económico” (pág.167) que coloca en el lugar elitista que antes ocupaban los artistas e intelectuales a los gerentes de la industria cultural. “El mercado cultural no pone en escena una comunidad de libres consumidores y productores” (pág.167).
Desde esta perspectiva podemos encarar dos posiciones contrapuestas entre sí con respecto a la excepción cultural, y que guardan una relación de acuerdo u oposición con dicha perspectiva en cuanto al papel del mercado.

En primer lugar, Vargas Llosa entiende que la intervención del Estado en la cultura a través de políticas de excepción impide el florecimiento libre y crítico de la misma, puesto que se crea una situación de dependencia entre artista y Estado basada en la ayuda recibida por aquel, que termina por condicionar su obra hasta banalizarla. Además el sistema favorece el amiguismo y la formación de grupos de presión que desviarán el caudal de subsidios y privilegios hacia quienes no los necesitan. El resultado: una cultura “adormidera” cuya acción creadora ha desfallecido al morir su espíritu crítico frente al poder. A esto se suma (extraído del texto de Coscia quien cita textualmente declaraciones de Vargas Llosa) que las prácticas públicas de excepción equivalen a establecer un despotismo ilustrado que juzgue a través del criterio superior de los “burócratas” qué productos son bienes culturales y cuáles son “bazofia”. Y el decisor entre ambas clasificaciones será el “nacionalismo cultural”, que identificará lo nacional con lo valioso y buscará beneficiarlo en detrimento de los malos productos extranjeros. Señala, por tanto, al “despotismo ilustrado del s.XXI” y al nacionalismo cultural como los principales enemigos de la libertad de los pueblos.

Por su parte, Coscia embiste contra la posición de Vargas Llosa en favor del establecimiento de políticas de excepción que protejan las producciones culturales de cada comunidad. Para él la excepción cultural no es una ofensiva nacionalista, sino una compensación defensiva frente a la invasión de productos culturales hegemónicos. Esa libertad defendida por Vargas Llosa no es posible si no existe una diversidad cultural entre la cual elegir libremente; y esa diversidad tiene lugar gracias a las políticas culturales que debe emprender cada Estado para fomentar y resguardar las expresiones artísticas en su comunidad.

De este estado de cosas se deduce que para Vargas Llosa la libertad, tanto de producción como de consumo, se da en el mercado, fuera del alcance del intervencionismo estatal; allí donde el hombre y la mujer comunes pueden expresarse a través de la libre elección de sus consumos culturales. En cambio Coscia sostiene que la libertad de elección tiene lugar sólo si se limita la voracidad del mercado, que atenta contra la diversidad de producciones culturales imponiendo una hegemonía que anula la posibilidad de competencia. Como Sarlo, cuestiona la postura pluralista y democrática del mercado que postula Vargas Llosa, y expone como solución las políticas intervencionistas de excepción cultural.

¿Estado vs. Arte?

Desde siempre el liberalismo ha dado fe del equilibrio asegurado por las leyes de la oferta y la demanda y la autorregulación del mercado. Sin embargo, el tiempo ha otorgado vastas pruebas de que no siempre, por no decir casi nunca, esto resulta en una competencia igualitaria. Cuando estas cuestiones se trasladan a un campo como el de la cultura, es visible que este desequilibrio tiene consecuencias graves para la producción artística, en tanto atenta contra su diversidad y riqueza. Las políticas de Estado como la de excepción cultural son una posibilidad abierta a aquellos sectores (que hoy en día pueden ser naciones enteras) cuyas expresiones culturales se ven truncadas o sofocadas por la imposibilidad de competir a nivel económico, aunque no así a nivel artístico. El Estado puede salvar estas desventajas económicas respaldando la producción cultural de la comunidad y evitando así la pérdida de su riqueza. Antes que nada, será productivo aclarar que cuando se habla de Estado, se hace referencia a una sociedad humana, asentada de manera permanente en un territorio que le corresponde, sujeta a un poder soberano que crea, define y aplica un orden jurídico que estructura la sociedad estatal para obtener el bien público de sus componentes.[4] Es decir, el Estado está compuesto por: un pueblo, un poder y un territorio; y, en consecuencia, cuando hablamos del Estado y su intervención no tenemos por qué limitarnos al gobierno, el cual es sólo una parte del poder.

Hemos visto ya que opiniones opositoras como las de Vargas Llosa descartan por completo la intervención estatal en pos de la protección de la diversidad cultural, siendo que, por un lado, “las culturas se defienden solas”, y por otro, esta intromisión, en lugar de beneficiar a la cultura, termina por adormecerla. Los artistas se ven condicionados por el “patrocinio” estatal y sus obras pierden la fuerza crítica y combativa que debiera tener todo buen arte. Ahora, desde la perspectiva planteada por Sarlo podría objetársele que la alternativa liberalista no es justamente la más libre de influencias y condicionantes. “Cuando hablan (los artistas) de arte, también están hablando de competencia; cuando parecen más obsesionados por la búsqueda de una forma, con un ojo miran al mercado y al público” (pág.155). Las discusiones por valores estéticos están más fundadas en las leyes de la competencia que en las “reglas del arte”. Y auque se le atribuya una supuesta neutralidad valorativa, el mercado termina por ejercer fuertes intervenciones sobre artistas y público: forma el gusto, que el público acoge y del cual se apropia, e instituye criterios de valoración, a los cuales los artistas se amoldan para hacerse un lugar en el campo intelectual y, sobretodo, no quedar excluidos del mercado. Del absolutismo tradicional de las elites se ha pasado a un “absolutismo de mercado”, el cual, lejos de tener como objetivo el igualitarismo estético, “es, como la imagen de la justicia, ciego ante las diferencias” (pág.170).

Otro de los puntos que irritan a Vargas Llosa es el supuesto chovinismo oculto en las políticas de excepción, que juzgan de calidad sólo lo nacional y buscan destruir el producto extranjero. Este argumento deja de lado los programas de ayuda e integración cultural, como los que llevan a cabo Francia y España (Fonsud e Ibermedia), que permiten promover y valorar lo extranjero, favoreciendo a un tiempo la interacción y el acercamiento cultural internacional, sobretodo entre Europa y América Latina, y el fortalecimiento de la diversidad.

También ha esgrimido el escritor peruano que la puesta en acción de las políticas culturales se constituye en un despotismo ilustrado en el cual los “burócratas” y los “artistas eximios” designados por ellos se adjudican la autoridad de juzgar las producciones y de actuar en consecuencia. A esto tiene Coscia que decirle que esos “burócratas” (funcionarios, instituciones del arte, artistas, intelectuales, etc.) conforman entidades mucho más representativas y democráticas que los trust que manejan el mercado y terminan por decidir qué es lo que se consume. Además, retomando la definición de Estado expuesta anteriormente, cabe señalarle a Vargas Llosa que este tipo de política cultural no tiene por qué entenderse como circunscripta a un pequeño grupo autoritario y cerrado que gobierna, sino que implica, de una u otra manera, la participación de la población (de hecho el personal que trabaja y colabora en los programas y proyectos de ayuda como los del INCAA no está compuesto estricta y exclsivamente por funcionarios del gobierno, sino por personas “comunes” cuya ocupación es el arte). Y si considera, cosa que no es del todo fuera de lugar, que esa participación no es suficiente, lo más sensato sería ampliar las formas de intervención de la sociedad en su conjunto; por ejemplo, sometiendo las ayudas a concursos abiertos al público, donde tengan lugar todos aquellos artistas que quieran mostrar sus producciones.
Por otra parte, ya que tanto lo escandalizan los juicios sobre el arte, que desprecian la decisión última y verdadera, la del público, debiera de cuidarse de sus propias palabras, las que expresan que “los verdaderos artistas y creadores son los que constituyen contragobiernos”, por oposición al arte banal de los patrocinados que sólo “distrae y entretiene”.

Conclusión

A pesar de ser una ínfima parte de la inmensa polémica que engloba este tema, este abordaje intentó poner de relieve el lugar cada vez más prominente del mercado en el arte y la cultura en general. Atentos a esta situación podremos ver que son necesarias políticas como la de excepción cultural, que controlen el alcance del mercado. Pero también hay que cuidar muy de cerca que estas políticas no se desborden, provocando una intervención excesiva del Estado que acabe por perjudicar en lugar de favorecer la diversidad cultural, o convirtiendo las ayudas en coimas, prebendas o cualquier otra forma de corrupción.

Como en toda política de Estado, para lograr el éxito en la excepción cultural debe ser condición sine qua non su puesta en práctica correcta y transparente.

* Valeria Sambucari es estudiante de Psicología y egresada 2006 del Instituto San Carlos Borromeo.


[1] B. Sarlo es catedrática de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. La obra utilizada en este trabajo es “Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina. (1994/1998), Argentina, Espasa Calpe Argentina / Ariel.

[2] M. Vargas Llosa es escritor. Artículo utilizado: “La cultura adormidera”, 14/08/2004.

[3] J. Coscia es director de cine y presidente del INCAA. Artículo utilizado: “El debate por la excepción cultural”.

[4] http://www.monografias.com/trabajos12/elorigest/elorigest.shtml#INTRO

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Jaja de vuelta yo, me estoy poniendo al dia con el blog y las firmas (??).

Muy buena la monografía que si no la leo pro acá VALERIA no me la manda! Jaja la voy a matar!
Me encantó. Yo safé de hacer monografía, jejej pero bueno es así.

Saludos