lunes, 31 de enero de 2011

La gente ya no cree en Dios, pero si, y mucho, en la TV

Por Umberto Eco

Existió un tiempo en el cual quienes se sentían abandonados por el resto de la humanidad se consolaban pensando que, aunque más no fuera, el Todopoderoso era testigo de sus tribulaciones cotidianas. Hoy, esa misma función divina parecería cumplirla salir por televisión.

Hace poco estuve hablando de este fenómeno en un almuerzo en Madrid con mi rey. Si bien siempre me he sentido orgulloso de mis principios republicanos, hace tres años fui nombrado duque del Reino de Redonda. Comparto ese honor ducal con los directores de cine Pedro Almodóvar y Francis Ford Coppola, y los escritores A. S Byatt, Arturo Pérez-Reverte, Fernando Savater, Pietro Citati, Claudio Magris y Ray Bradbury entre otros.

La isla de Redonda, que ocupa menos de dos kilómetros cuadrados en las Indias Occidentales, está totalmente deshabitada y creo que ninguno de sus monarcas puso nunca el pie en ella. Fue comprada en 1865 por un banquero llamado Matthew Dowdy Shiell. Según cuenta una versión de la historia, Shiell le pidió a la Reina Victoria que estableciera Redonda como un reino independiente, algo que Su Graciosa Majestad hizo sin vacilar porque no parecía representar ninguna amenaza para el Imperio británico. Con el tiempo, la isla estuvo bajo el control de distintos monarcas, algunos de los cuales vendieron el título varias veces, generando peleas entre una multitud de aspirantes. En 1997, el último rey abdicó a favor del famoso escritor español Javier Marías, que comenzó a nombrar duques y duquesas a diestra y siniestra.

Huele un poco a locura pero, al fin y al cabo, no todos los días uno se convierte en duque. La cuestión es que en el curso de nuestro diálogo durante el almuerzo, Marías dijo algo que me quedó grabado. Estábamos hablando del hecho obvio de que hoy la gente está dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de salir en televisión.

Recientemente, en Italia, después de alcanzar una breve mención en la prensa, el hermano de una chica que había sido salvajemente asesinada fue a ver a un famoso agente de talentos para tratar de arreglar una presentación en televisión presuntamente con la idea de explotar su trágica fama. Hay otros que, con tal de estar en primer plano por un tiempo, están dispuestos a admitir que son cornudos o estafadores. Y, como bien saben los psicólogos criminalistas, a muchos asesinos seriales los motiva el deseo de ser desenmascarados y hacerse famosos.

¿Por qué esta locura? nos preguntábamos Marías y yo. Para él, lo que ocurre hoy es consecuencia de que la gente ya no cree en Dios. En una época, hombres y mujeres estaban convencidos de que cada uno de sus actos contaba al menos con un espectador divino, que sabía todo sobre sus obras y pensamientos, que podía entenderlos y, de ser necesario, castigarlos. Se podía ser un marginal, un inútil, un don nadie ignorado por sus colegas, un ser que sería olvidado al momento de morir, pero así y todo estar convencido de que por lo menos alguien le prestaba atención.

“Sólo Dios sabe lo que he sufrido”, decía la abuela enferma y abandonada por sus nietos. “Dios sabe que soy inocente” era el consuelo para los condenados injustamente. “Dios sabe todo lo que he hecho por vos”, decían las madres a sus hijos desagradecidos. “Dios sabe cuánto te amo”, sollozaban las amantes abandonadas. “Dios sabe todo lo que he pasado”, se lamentaba el pobre desdichado cuyas desventuras no le importaban a nadie. Dios era invocado siempre como el ojo omnisciente que nada ni nadie podía eludir, cuya mirada daba significado aun a la vida más aburrida y sin sentido.

Ahora, habiendo desaparecido ese testigo omnipresente, ¿qué quedó? El ojo de la sociedad, de nuestros pares, a los que debemos mostrarnos para evitar hundirnos en el agujero negro del anonimato, en el torbellino del olvido, aunque eso signifique hacer el papel del idiota del pueblo, desvestirse hasta quedar en ropa interior y bailar sobre una mesa en el bar local. Aparecer en la pantalla pasó a ser un sucedáneo de la trascendencia, y, en definitiva, es gratificante.

El problema es que se interpreta mal el sentido dual de la palabra “reconocimiento”. Todos aspiramos a ser “reconocidos” por nuestros méritos o sacrificios. Pero, cuando habiendo aparecido en la pantalla alguien nos ve en el bar y dice “Lo vi por televisión anoche”, nos “reconoce” en el sentido de que reconoce nuestra cara, lo cual, sinceramente, es muy distinto.

Copyright The New York Times, 2011. Traducción de Cristina Sardoy.


Extraído de: http://www.clarin.com/zona/gente-cree-Dios-TV_0_418158390.html
Vanesa Bouza Ciencias de la Comunicación

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