lunes, 31 de diciembre de 2007

Recuerdos de la Revolución de 1848

“He llegado por fin a la insurrección de junio, la más grande y la más singular que haya tenido lugar en nuestra historia (…) Lo que la distinguió, además, entre todos los acontecimientos de este género que se sucedieron desde hace sesenta años en Francia, fue que no se propuso cambiar la forma de gobierno, sino alterar el orden de la sociedad. No fue ciertamente una lucha política (en el sentido que hasta entonces habíamos dado a esa palabra) sino un combate de clase, una especie de guerra de esclavos (…) y no debe verse en ella más que un esfuerzo brutal y ciego, pero poderoso por escapar a las miserias de su condición, que había sido descrita como una opresión ilegítima, y por abrirse, mediante las armas, un camino hacia aquel bienestar imaginario que se les había mostrado, en la lejanía, como un derecho…
Hay que señalar también que esta terrible insurrección no fue la acción de un cierto número de conspiradores, sino el levantamiento de toda una población contra otra. Las mujeres participaron en ella tanto como los hombres. Mientras estos combatían, aquellas preparaban y acarreaban las municiones, y cuando, al fin, tuvieron que rendirse, las últimas en decidirse fueron ellas.”
Alexis de Tocqueville, Recuerdos de la Revolución de 1848. Madrid, Ed. Nacional, 1984.

domingo, 30 de diciembre de 2007

Sobre La Juventud

La juventud es autenticidad. Pero juventud definida por la sinceridad que no es la brutalidad de la confesión y la violencia del acto, sino aproximación a otro, tomar a cargo al prójimo, sinceridad que viene de la vulnerabilidad humana (…) La juventud (…) dejó de ser la edad de la transición (…) para manifestarse como la humanidad del hombre.

Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre.

El Nuevo Orden

A partir de 1850, la economía europea se transforma: la industria se afirma como el sector dominante, imponiendo su ritmo y modificando una sociedad dominada por la burguesía, que asume el poder político o lo comparte con las antiguas “elites aristocráticas”. Estas modificaciones sólo se registran en ciertos países privilegiados de Europa: el Reino Unido, Francia, Alemania, Bélgica, Suiza. Los cambios son modestos en los países mediterráneos de Europa oriental. Allí, los campesinos siguen trabajando y viviendo como lo hacían sus antepasados y se ven indirectamente afectados por el desarrollo económico de los demás países, la caída de los precios agrícolas, la mejora de los transportes; a menudo, intentan evadirse de su condición emigrando. Estos países serán los subdesarrollados, canteras de hombres y mercados disputados por productos industriales y capitales extranjeros.
Guy Palmade, 1986.

Sistemas Lógicos

¿Hay tan solo un sistema lógico correcto, o podría haber varios que fueran igualmente correctos?, y ¿qué podría significar “correcto” en este contexto?; ¿podríamos estar equivocados en lo que consideramos que son tales verdades? (…)
Será útil empezar distinguiendo (…) tres tipos generales de respuesta de si hay únicamente un sistema correcto: monismo: hay un solo sistema lógico correcto; pluralismo: hay más de un sistema lógico correcto; instrumentalismo: no hay ninguna lógica “correcta”: la noción de corrección es inadecuada.
Susan Haack, Filosofía de las lógicas.

martes, 25 de diciembre de 2007

Comienzos de la Sociología

Ya casi pertenece al sentido común definir a la sociología como “ciencia de la crisis”. La definición, ambigua, merece ser aclarada, sobre todo porque para algunos el acople del término crisis importa cargar a la sociología con un contenido intrínsecamente transformados o aun revolucionario. Piénsese, por ejemplo, en la desconfianza con que el pensamiento más cerradamente tradicionalista observa contemporáneamente a esta disciplina, a la que le atribuye poco menos que significados destructivos al orden social. Nada más lejano a estos propósitos podrá encontrarse, sin embargo, en la génesis de la sociología, el tercero de los grandes campos del conocimiento referido a las relaciones entre los hombres que surgirá después del Renacimiento. La sociología es un producto del siglo XIX y en ese sentido puede decirse, efectivamente, que aparece ligada a una situación de crisis. Pero la respuesta que a ella propondrá, desde sus fundadores en adelante, es antes bien que revolucionaria, conservadora o propulsora de algunas reformas tendientes a garantizar el mejor funcionamiento del orden constituido.
En este sentido, el origen de la sociología se diferencia nítidamente del desarrollo de la ciencia política y de la economía. Ambas, girando alrededor de las ideas de contrato y de mercado, sostenidas sobre el principio de la igualdad jurídica de los hombres, construían las teorías específicas que generalizaban, en el plano del pensamiento, las relaciones sociales históricamente necesarias al desenvolvimiento del capitalismo. Complementaban en esta forma los avances de las ciencias naturales contribuyendo a la secularización del mundo, a la proyección del hombre burgués al plano de dueño y no de esclavo de la naturaleza y de la sociedad.
El nacimiento de la sociología se plantea cuando ese nuevo orden ha empezado a madurar, cuando se han generalizado ya las relaciones de mercado y el liberalismo representativo, y en el interior de la flamante sociedad aparecen nuevos conflictos, radicalmente distintos a los del pasado, producto del industrialismo.
El estímulo para la aparición de la sociología es la llamada Revolución Industrial; mejor, la crisis social y política que dicha transformación económica genera. Con ella aparece un nuevo actor social, el proletariado de las fábricas, vindicador de un nuevo orden social, cuando todavía están calientes las ruinas del ´Ancien Régime´ abatido por la Revolución Francesa. Para dar respuesta a las conmociones que esta presencia señala, en el plano de la teoría y de la práctica social, aparecerán dos vertientes antitéticas: una será la del socialismo –proyectado del plano de la utopía al de la ciencia por Kart Marx-; la otra, la que configura la tradición sociológica clásica.
El orden estamental del precapitalismo aseguraba una unificación entre lo social y lo político-jurídico. El capitalismo disolvería esta identidad entre lo público y lo privado y con ello la idea de la armonía de un orden integrado. La sociología arrancará de este dato para intentar reconstruir las bases del orden social perdido; de aquella antigua armonía sumida ahora en el caos de la lucha de clases.
En este sentido, nace íntimamente ligada con los objetivos de estabilidad social de las clases dominantes. Su función es dar respuestas conservadoras a la crisis planteada en el siglo XIX. Es una ideología del orden, del equilibrio, aún cuando sea, al mismo tiempo, testimonio de avance en la historia del saber, al sistematizar, por primera vez, la posibilidad de constituir a la sociedad como objeto de conocimiento. Al romper la alineación con el Estado, los temas de la sociedad –de la sociedad civil—pasan a ser motivo autónomo de investigación: es el penúltimo paso hacia la secularización del estudio sobre los hombres y sus relaciones mutuas; el psicoanálisis, en el siglo XX, conquistará un nuevo territorio, el de la indagación sobre las causas profundas de la conducta.
La magnitud de los problemas que plantea la sociedad como objeto de conocimiento impone un abordaje científico. La filosofía social o política, las doctrinas jurídicas, no pueden ya dar cuenta de los conflictos colectivos impulsados por la crisis de las monarquías y por la Revolución Industrial Para quienes serán los fundadores de la sociología, ha llegado la hora de indagar las leyes científicas de la evolución social y de instrumentar técnicas adecuadas para el ajuste de los conflictos que recorren Europa.
La ciencia social, a imagen de las ciencias de la naturaleza, debía constituirse positivamente. En realidad su status no sería otro que el de una rama de la ciencia general de la vida, necesariamente autónoma, porque el resto de las ciencias positivas no podía dar respuesta a las preguntas que la dinámica de las sociedades planteaba, pero integrada a ellas por idéntica actitud metodológica. La sociedad, así, será comparable al modelo del organismo. Para su estudio habrá que distinguir un análisis de sus partes –una morfología o anatomía—y otro de su funcionami8ento: una fisiología. Así definía Saint Simon las tareas de la nueva ciencia: ´Una fisiología social, constituida por los hechos materiales que derivan de la observación directa de la sociedad y una higiene encerrando los preceptos aplicables a tales hechos, son por tanto, las únicas bases positivas sobre las que se puede establecer el sistema de organización reclamado por el estado actual de la civilización´. Fisiología e higiene: no pura especulación sino también la posibilidad de instrumentar ´preceptos aplicables´ para la corrección de las enfermedades del organismo social.
Este positivismo, que exigía estudiar a la sociedad como se estudia a la naturaleza, iba a encontrar su método en el de la biología, rama del conocimiento en acelerada expansión durante el siglo XIX. Para Emile Durkheim, que representa a la sociología ya en su momento de madurez, el modelo que apuntará a su fundamental Las reglas del método sociológico (1895) será la Introducción al estudio de la medicina experimental (1865) del fisiólogo Claude Bernard.
Pero el positivismo con el que se recubre y virtualmente se confunde el origen de la sociología tendrá también otro sentido, no meramente referido a la necesidad de constituir el estudio de la sociedad como una disciplina científica. Positivismo significa también reacción contra el negativismo de la filosofía racionalista de la Ilustración, contemporánea de la Revolución Francesa.
En realidad, los dos significados se cruzaban. La tradición revolucionaria del Iluminismo operaba a través del contraste entre la realidad social tal cual era y una Razón que trascendía el orden existente y permitía la miseria, la injusticia y el despotismo. En ese sentido, en tanto crítica de la realidad, era considerada como una ´filosofía negativa´.
El punto de partida de la escuela positiva era radicalmente distinto. La realidad no debía subordinarse a ninguna Razón trascendental. Los hechos, la experiencia, el reconocimiento de lo dado, predominaban sobre todo intento crítico, negador de lo real. Hasta aquí, este rechazo del trascendentalismo estimula la posibilidad de un avance del pensamiento científico por sobre la metafísica o la teología. Pero esta supeditación de la ciencia a los hechos implicaba, simultáneamente, una tendencia a la aceptación de lo dado como natural. La sociedad puede incluir procesos de cambio, pero ellos deben estar incluidos dentro del orden. La tarea a cumplir es desentrañar ese orden –es decir, desentrañar las leyes que lo gobiernan-, contemplarlo y corregir las desviaciones que se produzcan en él. Así, todo conflicto que tendiera a destruir radicalmente ese orden debía ser prevenido y combatido, lo mismo que la enfermedad en el organismo.
Con esta carga ideológica nace la sociología clásica. En la medida en que busca incorporar a la ciencia el estudio de los hechos sociales por vía del modelo organicista, desnuda su carácter conservador. Este rasgo incluye a todos sus portavoces, aunque existan ecuaciones personales o culturales que diferencien a cada uno. Entre esas diferencias culturales importantes –porque marcarán derroteros distintos dentro de una misma preocupación global—están las que separan a la tradición ideológica alemana francesa. Max Weber será la culminación de la primera y Emile Durkheim de la segunda. Y aunque ese diferente condicionamiento cultural hace diferir radicalmente sus puntos de vista, sus preocupaciones últimas –como lúcidamente lo advirtiera Talcott Parsons, el teórico mayor de la sociología burguesa de este siglo—se integrarán.


Portantiero, Juan Carlos, La sociología clásica

sábado, 22 de diciembre de 2007

El Individuo y su Contexto

Cuando una sociedad se industrializa, el campesino se convierte en un trabajador, y el señor feudal es liquidado o se convierte en un hombre de negocios. Cuando las clases suben o bajan, un hombre tiene trabajo o no lo tiene; cuando la proporción de las inversiones aumenta o disminuye, un hombre toma nuevos alientos o se arruina. Cuando sobrevienen guerras, un agente de seguros se convierte en un lanzador de cohetes, un oficinista en un experto en radar, las mujeres viven solas y los niños crecen sin padre. Ni la vida de un individuo ni la historia de una sociedad pueden entenderse sin entender ambas cosas.
Pero los hombres, habitualmente, no definen las inquietudes que sufren en relación con los cambios históricos y las contradicciones institucionales. Por lo común, no imputan el bienestar de que gozan a los grandes vaivenes de la sociedad en que viven. Rara vez conscientes de la intrincada conexión entre el tipo de sus propias vidas y el curso de la historia del mundo, los hombres corrientes suelen ignorar lo que esa conexión significa para el tipo de hombres en que se van convirtiendo y para la clase de actividad histórica en que pueden tener parte. No poseen la cualidad mental esencial para percibir la interrelación del hombre y la sociedad, de la biografía y de la historia, del yo y del mundo. No pueden hacer frente a sus problemas personales en formas que les permitan controlar las transformaciones estructurales que suelen estar detrás de ellas.
No es de extrañar, desde luego. ¿En qué época se han visto tantos hombres expuestos a paso tan rápido a las sacudidas de tantos cambios? Que los norteamericanos no hayan conocido cambios tan catastróficos como los hombres y las mujeres de otras sociedades, se debe a hechos históricos que ahora se van convirtiendo velozmente en “mera historia”. La historia que ahora afecta a todos los hombres es la historia del mundo. En este escenario y en esta época, en el curso de una sola generación, la sexta parte de la humanidad de feudal y atrasada ha pasado a ser moderna, avanzada y temible. Las colonias políticas se han liberado, y han surgido nuevas y menos visibles formas de imperialismo. Hay revoluciones, y los hombres sienten la opresión interna de nuevos tipos de autoridad. Nacen sociedades totalitarias y son reducidas a pedazos... o triunfan fabulosamente. Después de dos siglos de dominio, al capitalismo se le señala sólo como uno de los medios de convertir la sociedad en un aparato industrial. Después de dos siglos de esperanza, aun la democracia formal está limitada a una porción muy pequeña de la humanidad. Por todas partes, en el mundo subdesarrollado, se abandonan antiguos estilos de vida y vagas expectativas se convierten en demandas urgentes. Por todas partes, en el mundo superdesarrollado, los medios de ejercer la autoridad y la violencia se hacen totales en su alcance y burocráticos en su forma. Yace ahora ante nosotros la humanidad misma, mientras las super naciones que constituyen sus polos concentran sus esfuerzos más coordinados e ingentes en preparar la tercera guerra mundial.
La plasmación misma de la historia rebasa actualmente la habilidad de los hombres para orientarse de acuerdo con valores preferidos. ¿Y qué valores? Aun cuando no se sientan consternados, los hombres advierten con frecuencia que los viejos modos de sentir y de pensar se han ido abajo y que los comienzos más recientes son ambiguos hasta el punto de producir parálisis moral. ¿Es de extrañar que los hombres corrientes sientan que no pueden hacer frente a los mundos más dilatados ante los cuales se encuentran de un modo tan súbito? ¿Que no puedan comprender el sentido de su época en relación con sus propias vidas? ¿Que, en defensa de su yo, se insensibilicen moralmente, esforzándose por seguir siendo hombres totalmente privados o particulares? ¿Es de extrañar que estén poseídos por la sensación de haber sido atrapados?
No es sólo información lo que ellos necesitan. En esta Edad del Dato la información domina con frecuencia su atención y rebasa su capacidad para asimilarla. No son sólo destrezas intelectuales lo que necesitan, aunque muchas veces la lucha para conseguirlas agota su limitada energía moral.
Lo que necesitan, y lo que ellos sienten que necesitan, es una cualidad mental que les ayude a usar la información y a desarrollar la razón para conseguir recapitulaciones lúcidas de lo que ocurre en el mundo y de lo que quizás está ocurriendo dentro de ellos. Y lo que yo me dispongo a sostener es que lo que los periodistas y los sabios, los artistas y el público, los científicos y los editores esperan de lo que puede llamarse imaginación sociológica, es precisamente esa cualidad.


Wright Mills, Charles, La imaginación sociológica.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

La Lucha de Clases

La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases.
Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes.
En las anteriores épocas históricas encontramos casi por todas partes una completa división de la sociedad en diversos estamentos, una múltiple escala gradual de condiciones sociales. En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos; en la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros, oficiales y siervos y, además, en casi todas estas clases todavía encontramos gradaciones especiales.
La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha por otras nuevas. Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado.
La moderna sociedad burguesa que floreció sobre las ruinas de la sociedad feudal no terminó con los antagonismos de clase. Todo lo que hizo fue establecer nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas formas de lucha en lugar de las antiguas. Nuestra época, la época de la burguesía, posee, sin embargo, este rasgo distintivo: ha simplificado tales antagonismos. La sociedad en su conjunto se divide cada vez más en dos grandes bandos hostiles, en dos grandes clases enfrentadas directamente: la burguesía y el proletariado.
La burguesía, en el transcurso de un siglo escaso de dominio, ha creado fuerzas productivas más colosales y sólidas que todas las generaciones precedentes juntas.
El desarrollo del proletariado industrial está, en general, condicionado por el desarrollo de la burguesía industrial. Sólo bajo su imperio el proletariado conquista esta existencia nacional amplia que puede proyectar su revolución al plano nacional, y crea por sí mismo los medios modernos de producción, que constituyen otros tantos medios de emancipación revolucionaria. Únicamente este dominio burgués desbarata las raíces materiales de la sociedad feudal y nivela el terreno, sentando las bases imprescindibles para una revolución proletaria.

Marx, C y Engels, F., Manifiesto del Partido Comunista

¿Qué es un hecho social? Durkheim

Antes de indagar el método que conviene al estudio de los hechos sociales, es preciso saber a qué hechos se da este nombre.

La cuestión es tanto más necesaria, en cuanto se emplea aquel calificativo sin mucha precisión; se le emplea corrientemente para designar a casi todos los fenómenos que ocurren en el interior de la sociedad, por poco que a una cierta generalidad unan algún interés social. Pero, partiendo de esta base, apenas si podríamos encontrar ningún hecho humano que no pudiera ser calificado de social. Todo individuo bebe, duerme, come, razona, y la sociedad tiene un gran interés en que estas funciones se cumplan regularmente. Si estos hechos fueran, pues, sociales, la sociología no tendría objeto propio, y su dominio se confundiría con el de la biología y el de la psicología.Pero, en realidad, en toda sociedad existe un grupo determinado de fenómenos que se distinguen por caracteres bien definidos de aquellos que estudian las demás ciencias de la Naturaleza.

Cuando yo cumplo mi deber de hermano, de esposo o de ciudadano, cuando ejecuto las obligaciones a que me he comprometido, cumplo deberes definidos, con independencia de mí mismo y de mis actos, en el derecho y en las costumbres. Aún en los casos en que están acordes con mis sentimientos propios, y sienta interiormente su realidad, ésta no deja de ser objetiva, pues no soy yo quien los ha inventado, sino que los he recibido por la educación. ¡Cuántas veces sucede que ignoramos el detalle de las obligaciones que nos incumben, y para conocerlas tenemos necesidad de consultar el Código y sus intérpretes autorizados! De la misma manera, al nacer el creyente ha encontrado completamente formadas sus creencias y prácticas; si existían antes que él, es que tienen vida independiente. El sistema de signos de que me sirvo para expresar mi pensamiento, el sistema de monedas que uso para pagar mis deudas, los instrumentos de crédito que utilizo en mis relaciones comerciales, las prácticas seguidas de mi profesión, etc., funcionan con independencia del empleo que hago de ellos. Que se tomen uno tras otros los miembros que integran la sociedad, y lo que precede podrá afirmarse de todos ellos.He aquí, pues, maneras de obrar, de pensar y de sentir, que presentan la importante propiedad de existir con independencia de las conciencias individuales.

Y estos tipos de conducta o de pensar no sólo son exteriores al Individuo, sino que están dotados de una fuerza imperativa y coercitiva, por la cual se le imponen, quieran o no. Sin duda, cuando me conformo con ellos de buen grado, como esta coacción no existe o pesa poco, es inútil; pero no por esto deja de constituir un carácter intrínseco de estos hechos y la prueba la tenemos en que se afirma, a partir del momento en que intentamos resistir. Si yo trato de violar las reglas del derecho, reaccionan contra mí para impedir mi acto si todavía hay tiempo, o para anularlo y restablecerlo en su forma normal si se ha realizado y es reparable, o para hacérmelo expiar si no puede ser reparado de otra manera. ¿Se trata de máximas puramente morales? La conciencia pública impide todo acto que la ofenda, por la vigilancia que ejerce sobre la conducta de los ciudadanos y las penas especiales de que dispone. En otros casos la coacción es menos violenta, pero existe. Si yo no me someto a las convenciones del mundo, si al vestirme no tengo en cuenta las costumbres seguidas en mi país y en mi clase, la risa que provoco, el aislamiento en que se me tiene, producen, aunque de una manera más atenuada, los mismos efectos que una pena propiamente tal. Además, no por ser la coacción indirecta, es menos eficaz. Yo no tengo obligación de hablar en francés con mis compatriotas, ni de emplear las monedas legales; pero me es imposible hacer otra cosa. Si intentara escapar a esta necesidad mi tentativa fracasaría miserablemente. Industrial, nada me impide trabajar con procedimientos y métodos del siglo pasado; pero si lo hago me arruinaré sin remedio. Aun cuando pueda liberarme de estas reglas y violarlas con éxito, no lo haré sin lucha. Aun cuando pueda vencerlas definitivamente, siempre hacen sentir lo suficiente su fuerza coactiva por la resistencia que oponen. Ningún innovador, por feliz que haya sido en su empresa, puede vanagloriarse de no haber encontrado obstáculos de este género.
He aquí, pues, un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales: consisten en maneras de obrar, de pensar y de sentir, exteriores al individuo, y que están dotadas de un poder coactivo, por el cual se le imponen. Por consiguiente, no pueden confundirse con los fenómenos orgánicos, pues consisten en representaciones y en acciones; ni con los fenómenos psíquicos, que sólo tienen vida en la conciencia individual y por ella. Constituyen, pues, una especie nueva, a que se ha de dar y reservar la calificación de (sociales).
Durkheim, Emilio, Las Reglas del método sociológico

martes, 18 de diciembre de 2007

Dictadura, Pueblo y Democracia

“Ustedes ejercen una dictadura." Queridos señores míos, tienen razón, es justamente eso lo que hacemos. Toda la experiencia acumulada por el pueblo chino durante varios decenios nos enseña a ejercer la dictadura democrática popular, lo que significa privar a los reaccionarios del derecho a la palabra y dar ese derecho sólo al pueblo. ¿Qué se entiende por pueblo? En China, en la presente etapa, por pueblo se entiende a la clase obrera, el campesinado, la pequeña burguesía urbana y la burguesía nacional. Dirigidas por la clase obrera y el Partido Comunista, estas clases se unen, forman su propio Estado, eligen su propio gobierno y ejercen la dictadura sobre los lacayos del imperialismo, es decir, sobre la clase terrateniente y la clase capitalista burocrática, así como sobre sus representantes, los reaccionarios del Kuomintang y sus cómplices, los reprimen, sólo les permiten actuar en la forma debida y no les toleran que se extralimiten, ni de palabra ni de hecho. Si se extralimitan de una u otra forma, se los reprime y se los castiga inmediatamente. La democracia se practica en el seno del pueblo, el cual goza de las libertades de palabra, de reunión, de asociación, etc. Sólo el pueblo goza del derecho electoral, y no los reaccionarios. La combinación de estos dos aspectos, democracia para el pueblo y dictadura para los reaccionarios, constituye la dictadura democrática popular. “
Mao Tse-Tung, 1949.

Percepciones

…Cuando penetro más íntimamente en lo que llamo yo mismo, tropiezo siempre con alguna u otra percepción particular, de calor o frio, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. (…) No puedo jamás sorprenderme a mí mismo sin percepción alguna, y jamás puedo observar nada, sino la percepción particular que se da en cada caso. (…) Cuando mis percepciones se suprimen por algún tiempo, como en el sueño profundo, no me doy cuenta de mí mismo y puede decirse verdaderamente que no existo.
Hume, David, Tratado sobre la naturaleza humana.

La Investigación Científica: Invención y Contrastación



HEMPEL, Carl G. (1987), Filosofía de la Ciencia Natural, Alianza Ed., Madrid, Cap. 2


2. LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA: INVENCIÓN Y CONTRASTACIÓN. 1. Un caso histórico a título de ejemplo

Como simple ilustración de algunos aspectos importantes de la investigación científica, parémonos a considerar los trabajos de Semmelweis en relación con la fiebre puerperal. Ignaz Semmelweis, un médico de origen húngaro, realizó esos trabajos entre 1844 y 1848 en el Hospital General de Viena. Como miembro del equipo médico de la Primera División de Maternidad del hospital, Semmelweis se sentía angustiado al ver que una gran proporción de las mujeres que habían dado a luz en esa división contraía una seria y con frecuencia fatal enfermedad conocida como fiebre puerperal o fiebre de post-parto. En 1844, hasta 260, de un total de 3.157 madres de la División Primera -un 8,2 %- murieron de esa enfermedad; en 1845, el índice de muertes era del 6,8 %, y en 1846, del 11,4. Estas cifras eran sumamente alarmantes, porque en la adyacente Segunda División de Maternidad del mismo hospital, en la que se hallaban instaladas casi tantas mujeres como en la Primera, el porcentaje de muertes por fiebre puerperal era mucho más bajo: 2,3, 2,0 y 2,7 en los mismos años. En un libro que escribió más tarde sobre las causas y la prevención de la fiebre puerperal, Semmelweis relata sus esfuerzos por resolver este terrible rompecabezas.
Semmelweis empezó por examinar varias explicaciones del fenómeno corrientes en la época; rechazó algunas que se mostraban incompatibles con hechos bien establecidos; a otras las sometió a contrastación.
Una opinión ampliamente aceptada atribuía las olas de fiebre puerperal a «influencias epidérmicas», que se describían vagamente como «cambios atmosférico-cósmico-telúricos», que se extendían por distritos­enteros y producían la fiebre puerperal en mujeres que se hallaban de postparto. Pero, ¿cómo -argüía Semmelweis podían esas influencias haber infestado durante años la División Primera y haber respetado la Segunda? Y ¿cómo podía hacerse compatible esta concepción con el hecho de que mientras la fiebre asolaba el hospital, apenas se producía caso alguno en la ciudad de Viena o sus alrededores? Una epidemia de verdad, como el cólera, no sería tan selectiva. Finalmente, Semmelweis señala que algunas de las mujeres internadas en la División Primera que vivían lejos del hospital se habían visto sorprendidas por los dolores de parto cuando iban de camino, y habían dado a luz en la calle; sin embargo, a pesar de estas condiciones adversas, el porcentaje de muertes por fiebre puerperal entre estos casos de «parto callejero» era más bajo que el de la División Primera.
Según otra opinión, una causa de mortandad en la División Primera. era el hacinamiento. Pero Semmelweis señala que de hecho el hacinamiento era mayor en la División Segunda, en parte como consecuencia de los esfuerzos desesperados de las pacientes para evitar que las ingresaran en la tristemente célebre División Primera Semmelweis descartó asimismo dos conjeturas similares haciendo notar que no había diferencias entre las dos divisiones en lo que se refería a la dieta y al cuidado general de las pacientes.
En 1846, una comisión designada para investigar el asunto atribuyó la frecuencia de la enfermedad en la División Primera a las lesiones producidas por los reconocimientos poco cuidadosos a que sometían a las pacientes los estudiantes de medicina, todos los cuales realizaban sus prácticas de obstetricia en esta División. Semmelweis señala, para refutar esta opinión, que (a) las lesiones producidas naturalmente en el proceso del parto son mucho mayores que las que pudiera producir un examen poco cuidadoso; (b) las comadronas que recibían enseñanzas en la División Segunda reconocían a sus pacientes de modo muy análogo, sin por ello producir los mismos efectos; (c) cuando, respondiendo al informe de la comisión, se redujo a la mitad el número de estudiantes y se restringió al mínimo el reconocimiento de las mujeres por parte de ellos, la mortalidad, después de un breve descenso, alcanzó sus cotas más altas.
Se acudió a varias explicaciones psicológicas. Una de ellas hacía notar que la División Primera estaba organizada de tal modo que un sacerdote que portaba los últimos auxilios a una moribunda tenía que pasar por cinco salas antes de llegar a la enfermería: se sostenía que la aparición del sacerdote, precedido por un acólito que hacía sonar una campanilla, producía un efecto terrorífico y debilitante en las pacientes de las salas y las hacía así más propicias a contraer la fiebre puerperal. En la División Segunda no se daba este factor adverso, porque el sacerdote tenía acceso directo a la enfermería. Semmelweis decidió someter a prueba esta suposición. Convenció al sacerdote de que debía dar un rodeo y suprimir el toque de campanilla para
conseguir que llegara a la habitación de la enferma en silencio y sin ser observado. Pero la mortalidad no decreció en la División Primera.
A Semmelweis se le ocurrió una nueva idea: las mujeres, en la División Primera, yacían de espaldas; en la Segunda, de lado. Aunque esta circunstancia le parecía irrelevante, decidió, aferrándose a un clavo ardiendo, probar a ver sí la diferencia de posición resultaba significativa. Hizo, pues, que las mujeres internadas en la División Primera se acostaran de lado, pero, una vez más, la mortalidad continuó.
Finalmente, en 1847, la casualidad dio a Semmelweis la clave para la solución del problema. Un colega suyo, Kolletschka, recibió una herida penetrante en un dedo, producida por el escalpelo de un estudiante con el que estaba realizando una autopsia, y murió después de una agonía durante la cual mostró los mismos síntomas que Semmelweis había observado en las víctimas de la fiebre puerperal. Aunque por esa época no se había descubierto todavía el papel de los microorganismos en ese tipo de infecciones, Semmelweis comprendió que la «materia cadavérica» que el escalpelo del estudiante había introducido en la corriente sanguínea de Kolletschka había sido la causa de la fatal enfermedad de su colega, y las semejanzas entre el curso de la dolencia de Kolletschka y el de las mujeres de su clínica llevó a Semmelweis a la conclusión de que sus pacientes habían muerto por un envenenamiento de la sangre del mismo tipo: él, sus colegas y los estudiantes de medicina habían sido los portadores de la materia infecciosa, porque él y su equipo solían llegar a las salas inmediatamente después de realizar disecciones en la sala de autopsias, y reconocían a las parturientas después de haberse lavado las manos sólo de un modo superficial, de modo que éstas conservaban a menudo un característico olor a suciedad.
Una vez más, Semmelweis puso a prueba esta posibilidad. Argumentaba él que si la suposición fuera correcta, entonces se podría prevenir la fiebre puerperal destruyendo químicamente el material infeccioso adherido a las manos. Dictó, por tanto, una orden por la que se exigía a todos los estudiantes de medicina que se lavaran las manos con una solución de cal clorurada antes de reconocer a ninguna enferma. La mortalidad puerperal comenzó a decrecer, y en el año 1848 descendió hasta el 1,27 % en la División Primera, frente al 1,33 de la Segunda.
En apoyo de su idea, o, como también diremos, de su hipótesis, Semmelweis hace notar además que con ella se explica el hecho de que la mortalidad en la División Segunda fuera mucho más baja: en ésta las pacientes estaban atendidas por comadronas, en cuya preparación no estaban incluidas las prácticas de anatomía mediante la disección de cadáveres.
La hipótesis explicaba también el hecho de que la mortalidad fuera menor entre los casos de «parto callejero»: a las mujeres que Regaban con el niño en brazos casi nunca se las sometía a reconocimiento después de su ingreso, y de este modo tenían mayores posibilidades de escapar a la infección.
Asímismo, la hipótesis daba cuenta del hecho de que todos los recién nacidos que habían contraído la fiebre puerperal fueran hijos de madres que habían contraído la enfermedad durante el parto; porque en ese caso la infección se le podía transmitir al niño antes de su nacimiento, a través de la corriente sanguínea común de madre e hijo, lo cual, en cambio, resultaba imposible cuando la madre estaba sana.
Posteriores experiencias clínicas llevaron pronto a Semmelweis a ampliar su hipótesis. En una ocasión, por ejemplo, él y sus colaboradores, después de haberse desinfectado cuidadosamente las manos, examinaron primero a una parturienta aquejada de cáncer cervical ulcerado; procedieron luego a examinar a otras doce mujeres de la misma sala, después de un lavado rutinario, sin desinfectarse de nuevo. Once de las doce pacientes murieron de fiebre puerperal. Semmelweis llegó a la conclusión de que la fiebre puerperal podía ser producida no sólo por materia cadavérica, sino también por «materia pútrida procedente de organismos vivos».


2. Etapas fundamentales en la contrastación de una hipótesis


Hemos visto cómo, en su intento de encontrar la causa de la fiebre puerperal, Semmelweis sometió a examen varias hipótesis que le habían sido sugeridas como respuestas posibles. Cómo se llega en un principio a esas hipótesis es una cuestión compleja que estudiaremos más adelante. Antes de eso, sin embargo, veamos cómo, una vez propuesta, se contrasta una hipótesis.
Hay ocasiones en que el procedimiento es simplemente directo. Pensemos en las suposiciones según las cuales las diferencias en el número de enfermos, o en la dieta, o en los cuidados generales, explicaban las diferencias en la mortalidad entre las dos divisiones. Como señala Semmelweis, esas hipótesis están en
conflicto con hechos fácilmente observables. No existen esas diferencias entre las dos divisiones; las hipótesis, por tanto, han de ser rechazadas como falsas.
Pero lo normal es que la contrastación sea menos simple y directa. Tomemos la hipótesis que atribuye el alto índice de mortalidad en la División Primera al terror producido por la aparición del sacerdote con su acólito. La intensidad de ese terror, y especialmente sus efectos sobre la fiebre puerperal, no son tan directamente identificables como las diferencias en el número de enfermos 0 en la dieta, y Semmelweis utiliza un método indirecto de contratación. Se pregunta a sí mismo: ¿Qué efectos observables -si los hay- se producirían en el caso de que la hipótesis fuera verdadera? Y argumenta: si la hipótesis fuese verdadera, entonces un cambio apropiado en los procedimientos del sacerdote iría seguido de un descenso en la mortalidad. Comprueba mediante un experimento muy simple si se da esta implicación; se encuentra con que es falsa, y, en consecuencia, rechaza la hipótesis.
De modo similar, para contrastar la conjetura relativa a la posición de las mujeres durante el parto, razona del siguiente modo: si la conjetura fuese verdadera, entonces la adopción, en la División Primera, de la posición lateral reduciría la mortalidad. Una vez más, la experimentación muestra que la implicación es falsa, y se descarta la conjetura.
En los dos últimos casos, la contrastación está basada en un razonamiento que consiste en decir que si la hipótesis considerada, llamémosle H, es verdadera, entonces se producirán, en circunstancias especificadas (por ejemplo, si el sacerdote deja de atravesar las salas, o si las mujeres adoptan la posición de lado), ciertos sucesos observables (por ejemplo, un descenso en la mortalidad); en pocas palabras, si H es verdadera, entonces también lo es I, donde I es un enunciado que describe los hechos observables que se esperase produzcan. Convengamos en decir que I se infiere de, o está implicado por, H; y llamemos a I una implicación contrastadora de la hipótesis H. (Más adelante daremos una descripción más cuidadosa de la relación entre I y H.)
En nuestros dos últimos ejemplos, los experimentos mostraban que la implicación contrastadora era falsa, y, de acuerdo con ello, se rechazaba la hipótesis. El razonamiento que llevaba a ese rechazo podría esquematizarse del siguiente modo:

Si H es verdadera, entonces también lo es I.
Pero (como se muestra empíricamente) I no es verdadera.
H no es verdadera.


Toda inferencia de esta forma, llamada en lógica modus tollens , es deductivamente válida; es decir, que si sus premisas (los enunciados escritos encima de la línea horizontal) son verdaderas, entonces su conclusión (el enunciado que figura debajo de la línea) es indefectiblemente verdadera también. Por tanto, si las premisas de (2a) están adecuadamente establecidas, la hipótesis H que estamos sometiendo a contrastación debe ser rechazada.
Consideremos ahora el caso en que la observación o la experimentación confirman la implicación contrastadora, I. De su hipótesis de que la fiebre puerperal es un envenenamiento de la sangre producido por materia cadavérica, Semmelweis infiere que la adopción de medidas antisépticas apropiadas reducirá el número de muertes por esa enfermedad. Esta vez los experimentos muestran que la implicación contrastadora es verdadera. Pero este resultado favorable no prueba de un modo concluyente que la hipótesis sea verdadera, porque el razonamiento en que nos hemos basado tendría la forma siguiente:



Si H es verdadera, entonces también lo es I. (Como se muestra empíricamente) I es verdadera.
H es verdadera.



Y este modo de razonar, conocido con el nombre de falacia de afirmación de consecuente, no es deductivamente válido, es decir, que su conclusión puede ser falsa, aunque sus premisas sean verdaderas. De hecho, la propia experiencia de Semmelweis puede servir para ilustrar este punto. La versión inicial de su explicación de la fiebre puerperal como una forma de envenenamiento de la sangre presentaba la infección con materia cadavérica esencialmente como la única causa de la enfermedad; y Semmelweis estaba en lo
cierto al argumentar que si esta hipótesis fuera verdadera, entonces la destrucción de las partículas cadavéricas mediante el lavado antiséptico reduciría la mortalidad. Además, su experimento mostró que la implicación contrastadora era verdadera. Por tanto, en este caso las premisas de (2b) eran ambas verdaderas. Sin embargo, su hipótesis era falsa, porque, como él mismo descubrió más tarde, la materia en proceso de putrefacción procedente de organismos vivos podía producir también la fiebre puerperal.
Así, pues, el resultado favorable de una contrastación, es decir, el hecho de que una implicación contrastadora inferida de una hipótesis resulte ser verdadera, no prueba que la hipótesis lo sea también. Incluso en el caso de que hayan sido confirmadas mediante contrastación cuidadosa diversas implicadores de una hipótesis, incluso en ese caso, puede la hipótesis ser falsa. El siguiente razonamiento incurre también en la falacia de afirmación de consecuente:

Si H es verdadera, entonces lo son también I1, I2, ..., In.... (Como se muestra empíricamente), I1, I2, .... In..., son todas verdaderas.
H es verdadera.

También esto se puede ilustrar por referencia a la hipótesis final de Semmelweis en su primera versión. Como antes señalamos, la hipótesis de Semmelweis entraña también las implicaciones contrastadoras de que entre los casos de parto callejero ingresados en la División Primera el porcentaje de muertes por fiebre puerperal sería menor que el de la División, y que los hijos de madres que habían escapado a la enfermedad no contraerían la fiebre; estas implicaciones fueron también corroboradas por la experiencia -y ello a pesar de que la primera versión de la hipótesis final era falsa.
Pero la advertencia de que un resultado favorable en todas cuantas contrataciones hagamos no proporciona una prueba concluyente de una hipótesis no debe inducirnos a pensar que después de haber sometido una hipótesis a una serie de contrataciones, siempre con resultado favorable, no estamos en una situación más satisfactoria que si no la hubiéramos contrastado en absoluto. Porque cada una de esas contrataciones podía muy bien haber dado un resultado
desfavorable y podía habernos llevado al rechazo de la hipótesis. Una serie de resultados favorables obtenidos contrastando distintas implicaciones contrastadoras, I1, I2, ..., In...de una hipótesis, muestra que, en lo concerniente a esas implicaciones concretas, la hipótesis ha sido confirmada; y si bien este resultado no supone una prueba completa de la hipótesis, al menos le confiere algún apoyo, una cierta corroboración o confirmación parcial de ella. El grado de esta confirmación dependerá de diversos aspectos de la hipótesis y de los datos de la contrastación. Todo esto lo estudiaremos en el Capítulo 4.
Tomemos ahora otro ejemplo, que atraerá también nuestra atención sobre otros aspectos de la investigación científica.
En la época de Galileo, y probablemente mucho antes, se sabía que una bomba aspirante que extrae agua de un pozo por medio de un pistón que se puede hacer subir por el tubo de la bomba, no puede elevar el agua arriba de 34 pies por encima de la superficie del pozo. Galileo se sentía intrigado por esta limitación y sugirió una explicación, que resultó, sin embargo, equivocada. Después de la muerte de Galileo, su discípulo Torricelli propuso una nueva respuesta. Argüía que la tierra está rodeada por un mar de aire, que por razón de su peso, ejerce presión sobre la superficie, y que esta presión ejercida sobre la superficie del pozo obliga al agua a ascender por el tubo de la bomba cuando hacemos subir el pistón. La altura máxima de 34 pies de la columna de agua expresa simplemente la presión total de la atmósfera sobre la superficie del pozo.
Evidentemente, es imposible determinar, por inspección u observación directa, si esta explicación es correcta, y Torricelli la sometió a contrastación por procedimientos indirectos. Su argumentación fue la siguiente: si la conjetura es verdadera, entonces la presión de la atmósfera sería capaz también de sostener una columna de mercurio proporcionalmente más corta; además, puesto que la gravedad específica del mercurio es aproximadamente 14 veces la del agua, la longitud de la columna de mercurio mediría aproximadamente 34/14 pies, es decir, algo menos de dos pies y medio. Comprobó esta implicación contrastadora por medio de un artefacto ingeniosamente simple, que era, en efecto, el barómetro de mercurio. El pozo de agua se sustituye por un recipiente abierto que contiene mercurio; el tubo de la bomba aspirante se sustituye por un tubo de cristal cerrado por un extremo. El tubo está completamente lleno de mercurio y queda cerrado apretando el pulgar contra el extremo abierto. Se invierte después el tubo, el extremo abierto se sumerge en el mercurio, y se retira el pulgar; la columna de mercurio desciende entonces por el tubo hasta alcanzar una altura de 30 pulgadas: justo como lo había previsto la hipótesis de Torricelli.
Posteriormente, Pascal halló una nueva implicación contrastadora de esta hipótesis. Argumentaba Pascal que si el mercurio del barómetro de Torricelli está contrapesado por la presión del aire sobre el recipiente abierto de mercurio, entonces la longitud de la columna disminuiría con la altitud, puesto que el peso del aire se hace menor. A requerimiento de Pascal, esta implicación fue comprobada por su cuñado, Périer, que midió la longitud de la columna de mercurio al pie del Puy-de-Dóme, montaña de unos 4.800 pies, y luego transportó cuidadosamente el aparato hasta la cima y repitió la medición allí, dejando abajo un barómetro de control supervisado por un ayudante. Périer halló que en la cima de la montaña la columna de mercurio era más de tres pulgadas menor que al pie de aquélla, mientras que la longitud de la columna en el barómetro de control no había sufrido cambios a lo largo del día.



3. El papel de la inducción en lainvestigación científica


Hemos examinado algunas investigaciones científicas en las cuales, ante un problema dado, se proponían respuestas en forma de hipótesis que luego se contrastaban derivando de ellas las apropiadas implicaciones contrastadoras, y comprobando éstas mediante la observación y la experimentación.
Pero, ¿cómo se llega en un principio a las hipótesis adecuadas? Se ha mantenido a veces que esas hipótesis se infieren de datos
recogidos con anterioridad por medio de un procedimiento llamado inferencia inductiva, en contraposición a la inferencia deductiva, de la que difiere en importantes aspectos.
En una argumentación deductivamente válida, la conclusión está relacionada de tal modo con las premisas que si las premisas son verdaderas entonces la conclusión no puede dejar de serlo. Esta exigencia la satisface, por ejemplo, una argumentación de la siguiente forma general:


Si p, entonces q.
No es el caso que q.
No es el caso que p.

No es necesaria una larga reflexión para ver que, independientemente de cuáles sean los enunciados concretos con que sustituyamos las letras p y q, la conclusión será, con seguridad, verdadera si las premisas lo son. De hecho, nuestro esquema representa la forma de inferencia llamada modus tollens, a la que ya nos hemos referido.
El ejemplo siguiente es una muestra de otro tipo de inferencia
deductivamente válido:


Toda sal de sodio, expuesta a la llama de un mechero Bunsen, hace tomar a la llama un color amarillo. Este trozo de mineral es una sal de sodio.

---------------------------------------------------------------------------

Éste trozo de mineral, cuando se le aplique la llama de un mechero Bunsen, hará tomar a la llama un color amarillo.


De las argumentaciones de este último tipo se dice a menudo que van de lo general (en este caso, las premisas que se refieren a todas las sales de sodio) a lo particular (una conclusión referente a este trozo concreto de sal de sodio). Se dice a veces que, por el contrario, las inferencias inductivas parten de premisas que se refieren a casos particulares y llevan a una conclusión cuyo carácter es el de una ley o principio general. Por ejemplo, partiendo de premisas según las cuales cada una de las muestras concretas de varias sales de sodio que han sido aplicadas hasta ahora a la llama de un mechero Bunsen ha hecho tomar a la llama un color amarillo, la inferencia inductiva -se supone- lleva a la conclusión general de que todas las sales de sodio, cuando se les aplica la llama de un mechero Bunsen, tiñen de amarillo la llama. Pero es obvio que en este caso la verdad de las premisas no garantiza la verdad de la conclusión; porque incluso si es el caso que todas las muestras de sales de sodio hasta ahora examinadas vuelven amarilla la llama de Bunsen, incluso en ese caso, queda la posibilidad de que se encuentren nuevos tipos de sal de sodio que no se ajusten a esta generalización. Además, pudiera también ocurrir perfectamente que algunos de los tipos de sal de sodio que han sido examinados con resultado positivo dejen de satisfacer la generalización cuando se encuentren en
condiciones físicas especiales (campos magnéticos muy intensos, o algo parecido), bajo las cuales no han sido todavía sometidas a prueba. Por esta razón, con frecuencia se dice que las premisas de una inferencia inductiva implican la conclusión sólo con un grado más o menos alto de probabilidad, mientras que las premisas de una inferencia deductiva implican la conclusión con certeza.
La idea de que, en la investigación científica, la inferencia inductiva que parte de datos recogidos con anterioridad conduce a principios generales apropiados aparece claramente en la siguiente descripción idealizada del proceder de un científico:

Si intentamos imaginar cómo utilizaría el método científico... una mente de poder y alcance sobrehumanos, pero normal en lo que se refiere a los procesos lógicos de su pensamiento, el proceso sería el siguiente: En primer lugar, se observarían y registrarían todos los hechos, sin seleccionarlos ni hacer conjeturas a priori acerca de su relevancia. En segundo lugar, se analizarían, compararían y clasificarían esos hechos observados y registrados, sin más hipótesis ni postulados que los que necesariamente supone la lógica del pensamiento. En tercer lugar, a partir de este análisis de los hechos se harían generalizaciones inductivas referentes a las relaciones, clasificatorias o causales, entre ellos. En cuarto lugar, las investigaciones subsiguientes serían deductivas tanto como inductivas, haciéndose inferencias a partir de generalizaciones previamente establecidas.
Este texto distingue cuatro estadios en una investigación científica ideal: (1).observación y registro de todos los hechos; (2) análisis y clasificación de éstos; (3) derivación inductiva de generalizaciones a partir de ellos, y (4) contrastación ulterior de las generalizaciones. Se hace constar explícitamente que en los dos primeros estadios no hay hipótesis ni conjeturas acerca de cuáles puedan ser las conexiones entre los hechos observados; esta restricción parece obedecer a la idea de que esas ideas preconcebidas resultarían tendenciosas y comprometerían la objetividad científica de la investigación.
Pero la concepción formulada en el texto que acabamos de citar -y a la que denominaré la concepción inductivista estrecha de la investigación científica- es insostenible por varias razones. Un breve repaso de éstas puede servirnos para ampliar y suplementar nuestras observaciones anteriores sobre el modo de proceder científico.
En primer lugar, una investigación científica, tal como ahí nos la presentan, es impracticable. Ni siquiera podemos dar el primer paso, porque para poder reunir todos los hechos tendríamos que esperar, por decirlo así, hasta el fin del mundo; y tampoco podemos reunir todos los hechos dados hasta ahora, puesto que éstos son infinitos tanto en número como en variedad. ¿Hemos de examinar, por ejemplo, todos los granos de arena de todos los desiertos y de todas las playas, y hemos de tomar nota de su forma, de su peso, de su composición química, de las distancias entre uno y otro, de su temperatura constantemente cambiante y de su igualmente cambiante distancia al centro de la Luna? ¿Hemos de registrar los pensamientos fluctuantes que recorren nuestra mente en los momentos de cansancio? ¿Las formas de las nubes que pasan sobre nosotros, el color cambiante del cielo? ¿La forma y la marca de nuestros utensilios de escritura? ¿Nuestras biografías y las de nuestros colaboradores? Después de todo, todas estas cosas, y otras muchas, están entre «los hechos que se han dado hasta ahora».
Pero cabe la posibilidad de que lo que se nos exija en esa primera fase de la investigación científica sea reunir todos los hechos relevantes. Pero ¿relevantes con respecto a qué? Aunque el autor no hace mención de este punto, supongamos que la investigación se refiere a un problema específico. ¿Es que no empezaríamos, en ese caso, haciendo acopio de todos los hechos...o, mejor, de todos los datos disponibles que sean relevantes para ese problema? Esta noción no está todavía clara. Semmelweis intentaba resolver un problema específico, y, sin embargo, en diferentes etapas de su indagación, reunió datos completamente heterogéneos. Y con razón; porque el tipo concreto de datos que haya que reunir no está determinado por el problema que se está estudiando, sino por el intento de respuesta que el investigador trata de darle en forma de conjetura o hipótesis. Sí suponemos que las muertes por fiebre puerperal se incrementan a causa de la aparición terrorífica del sacerdote y su acólito con la campanilla de la muerte, habría que reunir, como datos relevantes, los que se produjeran como consecuencia del cambio de recorrido del presbítero; hubiera sido, en cambio, completamente irrelevante comprobar lo que sucedería si los médicos y los estudiantes se hubieran desinfectado las manos antes de reconocer a sus pacientes. Con respecto a la hipótesis de Semmelweis de la contaminación eventual, sin embargo, los datos del último tipo hubieran sido -es claro- relevantes, e irrelevantes por completo los del primero.
Los «hechos» 6 hallazgos empíricos, por tanto, sólo se pueden cualificar como lógicamente relevantes o irrelevantes por referencia a una hipótesis dada, y no por referencia a un problema dado.
Supongamos ahora que se ha propuesto una hipótesis H como intento de respuesta a un problema planteado en una investigación: ¿qué tipo de datos serían relevantes con respecto a H? Los ejemplos que hemos puesto al principio sugieren una respuesta: Un dato que hayamos encontrado es relevante con respecto a H si el que se dé o no se dé se puede inferir de H. Tomemos, por ejemplo, la hipótesis de Torricelli. Como vimos, Pascal infirió de ella que la columna de mercurio de un barómetro sería más corta sí transportásemos el barómetro a una montaña. Por tanto, cualquier dato en el sentido de que este hecho se había producido en un caso concreto es relevante para las hipótesis; pero también lo sería el dato de que la longitud de la columna de mercurio había permanecido constante o que había decrecido y luego había aumentado durante la ascensión, porque esos datos habrían refutado la implicación contrastadora de Pascal, y, por ende, la hipótesis de Torricelli. Los datos del primer tipo podrían ser denominados datos positiva o favorablemente relevantes a la hipótesis; los del segundo tipo serían datos negativa o desfavorablemente relevantes.
En resumen: la máxima según la cual la obtención de datos debería realizarse sin la existencia de hipótesis antecedentes que sirvieran para orientarnos acerca de las conexiones entre los hechos que se están estudiando es una máxima que se autorrefuta, y a la que la investigación científica no se atiene. Al contrario: las hipótesis, en cuanto intentos de respuesta, son necesarias para servir de guía a la investigación científica. Esas hipótesis determinan, entre otras cosas, cuál es el tipo de datos que se han de reunir en un momento dado de una investigación científica.
Es interesante señalar que los científicos sociales que intentan someter a prueba una hipótesis que hace referencia al vasto conjunto de datos recogidos por la U. S. Bureauol the Census (Oficina Estadounidense del Censo) o por cualquier otra organización, de recogida de datos, se encuentran a veces con la contrariedad de que los valores de alguna variable que juega un papel central en la hipótesis no han sido registrados sistemáticamente. Esta observación no debe, desde luego, interpretarse como una crítica de la recogida de datos: los que se encuentran implicados en el proceso intentan sin duda seleccionar aquellos hechos que puedan resultar relevantes con respecto a futuras hipótesis; al hacerla, lo único que queremos es ilustrar la imposibilidad de reunir «todos los datos relevantes» sin conocimiento de las hipótesis con respecto a las cuales tienen relevancia esos datos.
Igual crítica podría hacérsele al segundo estadio que Wolfe distingue en. el pasaje citado. Un conjunto de «hechos» empíricos se puede analizar y clasificar de muy diversos modos, la mayoría de los cuales no serían de ninguna utilidad para una determinada investigación. Semmelweis podría haber clasificado a las mujeres ingresadas en la maternidad siguiendo criterios tales como la edad, lugar de residencia, estado civil, costumbres dietéticas, etc.; pero la información relativa a estos puntos no hubiera proporcionado la clave para determinar las probabilidades de que una paciente contrajera la fiebre puerperal. Lo que Semmelweis buscaba eran criterios que fueran significativos en este sentido; y a estos efectos, como él mismo acabó por demostrar, era esclarecedor fijarse en aquellas mujeres que se hallaban atendidas por personal médico cuyas manos estaban contaminadas; porque la mortalidad por fiebre puerperal tenía que ver con esta circunstancia, o con este tipo de pacientes.
Así, pues, para que un modo determinado de analizar y clasificar los hechos pueda conducir a una explicación de los fenómenos en cuestión debe estar basado en hipótesis acerca de cómo están conectados esos fenómenos; sin esas hipótesis, el análisis y la clasificación son ciegos.
Nuestras reflexiones críticas sobre los dos primeros estadios de la investigación -tal como se nos presentan en el texto citado- descartan la idea de que las hipótesis aparecen sólo en el tercer estadio, por medio de una inferencia inductiva que parte de datos recogidos con anterioridad. Hemos de añadir, sin embargo, algunas otras observaciones a este respecto.
La inducción se concibe a veces como un método que, por medio de reglas aplicables mecánicamente, nos conduce desde los hechos observados a los correspondientes principios generales. En este caso, las reglas de la inferencia inductiva proporcionarían cánones efectivos del descubrimiento científico; la inducción sería un procedimiento mecánico análogo al familiar procedimiento para la multiplicación de enteros, que lleva, en un número finito de pasos predeterminados y realizables mecánicamente, al producto correspondiente. De hecho, sin embargo, en este momento no disponemos de ese procedimiento general y mecánico de inducción; en caso contrario, difícilmente estaría hoy sin resolver el muy estudiado problema del origen del cáncer. Tampoco podemos esperar que ese procedimiento se descubra algún día. Porque -para dar sólo una de las razones- las hipótesis y teorías científicas están usualmente formuladas en términos que no aparecen en absoluto en la descripción de los datos empíricos en que ellas se apoyan y a cuya explicación sirven. Por ejemplo, las teorías acerca de la estructura atómica y subatómica de la materia contienen términos tales como «átomo», «electrón», «protón», «neutrón», «funci6n psi», etc.; sin embargo, esas teorías están basadas en datos de laboratorio acerca de los espectros de diversos gases, trayectorias de partículas en las cámaras de niebla y de
burbujas, Aspectos cuantitativos de ciertas reacciones químicas, etc., todos los cuales se pueden describir sin necesidad de emplear estos «términos teóricos». Las reglas de inducción, tal como se conciben en el texto citado, tendrían, por tanto, que proporcionar un procedimiento mecánico para construir, sobre la base de los datos con que se cuenta, una hipótesis o teoría expresada en términos de algunos conceptos completamente nuevos, que hasta ahora nunca se habían utilizado en la descripción de los datos mismos. Podemos estar seguros de que ninguna regla mecánica conseguirá esto. ¿Cómo podría haber, por ejemplo, una regla general que, aplicada a los datos de que disponía Galileo relativos a los límites de efectividad de las bombas de succión, produjera, mecánicamente, una hipótesis basada en el concepto de un mar de aire?
Cierto que se podrían arbitrar procedimientos mecánicos para «inferir» inductivamente una hipótesis sobre la base de una serie de datos en situaciones especiales, relativamente simples. Por ejemplo, si se ha medido la longitud de una barra de cobre a diferentes temperaturas, los pares resultantes de valores asociados de la temperatura y la longitud se pueden representar mediante puntos en un sistema plano de coordenadas, y se los puede unir con una curva siguiendo alguna regla determinada para el ajuste de curvas. La curva, entonces, representa gráficamente una hipótesis general cuantitativa que expresa la longitud de la barra como función específica de su temperatura. Pero nótese que esta hipótesis no contiene términos nuevos; es formulable en términos de los conceptos de temperatura y longitud, que son los mismos que se usan para describir los datos. Además, la elección de valores «asociados» de temperatura y longitud como datos presupone ya una hipótesis que sirve de guía; a saber, la hipótesis de que con cada valor de la temperatura está asociado exactamente un valor de la longitud de la barra de cobre, de tal modo que su longitud es únicamente función de su temperatura. El trazado mecánico de la curva sirve entonces tan sólo para seleccionar como apropiada una determinada función. Este punto es importante; porque supongamos que en lugar de una barra de cobre examinamos una masa de nitrógeno encerrada en un recipiente cilíndrico cuya tapadera es un pistón móvil, y que medimos su volumen a diferentes temperaturas. Si con esto intentáramos obtener a partir de nuestros datos una hipótesis general que representara el volumen del gas como una función de su temperatura, fracasaríamos, porque el volumen de un gas es, a la vez, una función de su temperatura y de la presión ejercida sobre él, de modo que, a la misma temperatura, el gas en cuestión puede tener diferentes volúmenes.
Así, pues, incluso en estos casos tan simples los procedimientos mecánicos para la construcción de una hipótesis juegan tan sólo un papel parcial, pues presuponen una hipótesis antecedente, menos específica (es decir, que una determinada variable física es una función de otra variable única), a la que no se puede llegar por el mismo procedimiento.
No hay, por tanto, «reglas de inducción» generalmente aplicables por medio de las cuales se puedan derivar o inferir mecánicamente hipótesis o teorías a partir de los datos empíricos. La transición de los datos a la teoría requiere imaginación creativa. Las hipótesis y teorías científicas no se derivan de los hechos observados, sino que se inventan para dar cuenta de ellos. Son conjeturas relativas a las conexiones que se pueden establecer entre los fenómenos que se están estudiando, a las uniformidades y regularidades que subyacen a éstos. Las «conjeturas felices» de este tipo requieren gran inventiva, especialmente si suponen una desviación radical de los modos corrientes del pensamiento científico, como era el caso de la teoría de la relatividad o de la teoría cuántica. El esfuerzo inventivo requerido por la investigación científica saldrá beneficiado si se está completamente familiarizado con los conocimientos propios de ese campo. Un principiante difícilmente hará un descubrimiento científico de importancia, porque las ideas que puedan ocurrírsele probablemente no harán más que repetir las que ya antes habían sido puestas a prueba o, en otro caso, entrarán en colisión con hechos o teorías comprobados de los que aquél no tiene conocimiento,
Sin embargo, los procesos mediante los que se llega a esas conjeturas científicas fructíferas no se parecen a los procesos de inferencia sistemática. El químico Kekulé, por ejemplo, nos cuenta que durante mucho tiempo intentó sin éxito hallar una fórmula de la estructura de la molécula de benceno hasta que, una tarde de 1865, encontró una solución a su problema mientras dormitaba frente a la chimenea. Contemplando las llamas, le pareció ver átomos que danzaban serpenteando. De repente, una de las serpientes se asió la cola y formó un anillo, y luego giró burlonamente ante él. Kekulé se despertó de golpe: se le había ocurrido la idea -ahora famosa y familiar- de representar la estructura molecular del benceno mediante un anillo hexagonal. El resto de la noche lo pasó extrayendo las consecuencias de esta hipótesis 7.
Esta última observación contiene una advertencia importante respecto de la objetividad de la ciencia. En su intento de encontrar una solución a su problema, el científico debe dar rienda suelta a su imaginación, y el curso de su pensamiento creativo puede estar influido incluso por nociones científicamente discutibles. Por ejemplo, las investigaciones de Kepler acerca del movimiento de los planetas estaban inspiradas por el interés de aquél en una doctrina mística acerca de los números y por su pasión por demostrar la música de las esferas. Sin embargo, la objetividad científica queda salvaguardada por el principio de que, en la ciencia, si bien las
hipótesis y teorías pueden ser libremente inventadas y propuestas, sólo pueden ser aceptadas e incorporadas al corpus del conocimiento científico si resisten la revisión crítica, que comprende, en particular, la comprobación, mediante cuidadosa observación y experimentación, de las apropiadas implicaciones contrastadoras.
Es interesante señalar que la imaginación y la libre invención juegan un papel de importancia similar en aquellas disciplinas cuyos resultados se validan mediante el razonamiento deductivo exclusivamente; por ejemplo, en matemáticas. Porque las reglas de la inferencia deductiva no proporcionan, tampoco, reglas mecánicas de descubrimiento. Tal como lo ilustraba nuestra formulación, en las páginas anteriores, del modus tollens, estas reglas se expresan por lo general en forma de esquemas generales: y cada ejemplificación de esos esquemas generales constituye una argumentación deductivamente válida. Dadas unas premisas concretas, ese esquema nos señala el modo de llegar a una consecuencia lógica. Pero, dado cualquier conjunto de premisas, las reglas de la inferencia deductiva señalan una infinidad de conclusiones válidamente deducibles. Tomemos, por ejemplo, una regla muy simple representada por el siguiente esquema:

p p o q


La regla nos dice, en efecto, que de la proposición según la cual es el caso que p, se sigue que es el caso que p o q, siendo p y q pro. posiciones cualesquiera. La palabra «o» se entiende aquí en su sentido «no exclusivo», de modo que decir «p o q» es lo mismo que decir «o p o q o ambos a la vez». Es claro que si las premisas de una argumentación de este tipo son verdaderas, entonces la conclusión debe serlo también; por tanto, cualquier razonamiento que tenga esta forma es un razonamiento válido. Pero esta regla, por sí sola, nos autoriza a inferir consecuencias infinitamente diferentes a partir de una sola premisa. Así, por ejemplo, de «la Luna no tiene atmósfera», nos autoriza a inferir un enunciado cualquiera de la forma «la Luna no tiene atmósfera o q», donde, en lugar de q, podemos escribir un enunciado cualquiera, sea verdadero o falso; por ejemplo, la atmósfera de la Luna es muy tenue», «la Luna está deshabitada», «el oro es más denso que la plata», «la plata es más densa que el oro», etc. (Es interesante -y no resulta nada difícil- probar que en Castellano se pueden construir infinitos enunciados diferentes; cada uno de ellos puede servir para sustituir a la variable q.) Hay, desde luego, otras reglas de la, inferencia deductiva que hacen «Mucho mayor la variedad de enunciados derivables de una premisa o conjunto de premisas. Por tanto, dado un conjunto de enunciados tomados como premisas, las reglas de deducción no marcan una dirección fija a nuestros procedimientos de inferencia. No nos señalan un enunciado como «la» conclusión que ha de derivarse de nuestras premisas, ni nos indican cómo obtener conclusiones interesantes o importantes desde el punto de vista sistemático; no proporcionan un procedimiento mecánico para, por ejemplo, derivar teoremas matemáticos significativos a partir de unos postulados dados. El descubrimiento de teoremas matemáticos importantes, fructíferos, al igual que el descubrimiento de teorías importantes, fructíferas, en la ciencia empírica, requiere habilidad inventiva, exige capacidad imaginativa, penetrante, de hacer conjeturas. Pero, además, los intereses de la objetividad científica están salvaguardados por la exigencia de una validación objetiva de esas conjeturas. En matemáticas esto quiere decir prueba por derivación deductiva a partir de los axiomas. Y cuando se ha propuesto como conjetura una proposición matemática, su prueba o refutación requiere todavía inventiva y habilidad, muchas veces de gran altura; porque las reglas de la inferencia deductiva no proporcionan tampoco un procedimiento mecánico general para construir pruebas, o refutaciones. Su papel sistemático es más modesto: servir como criterios de corrección de las argumentaciones que se ofrecen ~o pruebas; una argumentación constituirá una prueba matemática. válida si llega desde los axiomas hasta el teorema propuesto mediante una serie de pasos, todos los cuales son válidos de acuerdo con alguna de las reglas de la inferencia deductiva. Y comprobar si un argumento dado es una prueba válida en este sentido sí que es una tarea puramente mecánica.
Así, pues, como hemos visto, al conocimiento científico no se llega aplicando un procedimiento inductivo de inferencia a datos recogidos con anterioridad, sino más bien mediante el llamado «método de las hipótesis», es decir, inventando hipótesis a título de intentos de respuesta a un problema en estudio, y sometiendo luego éstas a la contrastación empírica. Una parte de esa contrastación la constituirá el ver si la hipótesis está confirmada por cuantos datos relevantes hayan podido ser obtenidos antes de -la formulación de aquélla; una hipótesis aceptable tendrá que acomodarse a los datos relevantes con que ya se contaba. Otra parte de la contrastación consistirá en derivar nuevas implicaciones contrastadoras a partir de la hipótesis, y comprobarlas mediante las oportunas observaciones o experiencias. Como antes hemos señalado, una
contrastación con resultados favorables, por amplia que sea, no establece una hipótesis de modo concluyente, sino que se limita a proporcionarle un grado mayor o menor de apoyo. Por tanto, aunque la investigación científica no es inductiva en el sentido estrecho que hemos examinado, con algún detalle, se puede decir que es inductiva en un sentido más amplio, en la medida en que supone la aceptación de hipótesis sobre la base de datos que no las hacen deductivamente concluyentes, sino que sólo les proporcionan un «apoyo inductivo» más o menos fuerte, un mayor o menor grado de confirmación. Y las «reglas de inducción» han de ser concebidas, en cualquier caso, por analogía con las reglas de deducción, como cánones de validación, más bien que de descubrimiento. Lejos de generar una hipótesis que da cuenta de los resultados empíricos dados, esas reglas presuponen que están dados, por una parte, los datos empíricos que forman las «premisas» de la «inferencia inductiva» y, por otra parte, una hipótesis de tanteo que constituye su «conclusión». Lo que harían las reglas de inducción sería, entonces, formular criterios de corrección de la inferencia. Según algunas teorías de la inducción, las reglas determinarían la fuerza del apoyo que los datos prestan a la hipótesis, y pueden expresar ese apoyo en términos de probabilidades. En los Capítulos 3 y 4 estudiaremos varios factores que influyen en el apoyo inductivo y en la aceptabilidad de las hipótesis científicas.


3. LA CONTRASTACIÓN DE UNA HIPÓTESIS: SU LÓGICA Y SU FUERZA
1. Contrastaciones experimentales versus contrastaciones no experimentales

Vamos a examinar ahora más de cerca el razonamiento en que se basan las contrastaciones científicas y las conclusiones que se pueden extraer de sus resultados. Como hemos hecho antes, emplearemos la palabra «hipótesis» para referirnos a cualquier enunciado que esté sometido a contrastación, con independencia de si se propone describir algún hecho o evento concreto o expresar una ley general o alguna otra proposición más compleja.
Empecemos haciendo una observación muy simple, a la cual tendremos que referirnos con frecuencia en lo que sigue: las implicaciones contrastadoras de una hipótesis son normalmente de carácter condicional; nos dicen que bajo condiciones de contrastación especificadas se producirá un resultado de un determinado tipo. Los enunciados de este tipo se pueden poner en forma explícitamente condicional del siguiente modo:


Si se dan las condiciones de tipo C, entonces se producirá un acontecimiento de tipo E.


Por ejemplo, una de las hipótesis consideradas por Semmelweis daba lugar a la implicación contrastadora


Si las pacientes de la División Primera se tienden de lado, entonces decrecerá la mortalidad por fiebre puerperal.


Y una de las implicaciones contrastadoras de su hipótesis fi miel era

Si las personas que atienden a las mujeres de la División Primera se lavaran las manos en una solución de cal clorurada, entonces decrecería la mortalidad por fiebre puerperal.

De modo similar, las implicaciones contrastadoras de la hipótesis de Torricelli incluían enunciados condicionales tales como

Si transportamos un barómetro de Torricelli a una altura cada vez mayor, entonces su columna de mercurio tendrá cada vez menor longitud.

Estas implicaciones contrastadoras son, entonces, implicadores en un doble sentido: son implicaciones de las hipótesis de las que se derivan, y tienen la forma de enunciados compuestos con «si... entonces», que en lógica se llaman condicionales o implicaciones materiales.
En cada uno de los tres ejemplos citados, las condiciones especificadas de contrastación, C, son tecnológicamente reproducibles y se pueden, por tanto, provocar a voluntad; y la reproducción de estas condiciones supone un cierto control de un factor (posición durante el parto; ausencia o presencia de materia infecciosa; presión de la atmósfera) que, de acuerdo con la hipótesis en cuestión tiene una influencia sobre el fenómeno en estudio (es decir, incidencia de la fiebre puerperal, en los dos primeros casos; longitud de la columna de mercurio, en el tercero). Las implicaciones contrastadoras de este tipo proporcionan la base para una contrastación experimental, que equivale a crear las condiciones C y comprobar luego si E se produce tal y como la hipótesis implica.
Muchas hipótesis científicas se formulan en términos cuantitativos. En el caso más simple representarán, por tanto, el valor de una variable cuantitativa como función matemática de otras determinadas variables. Así, la ley clásica de los gases, V = c-TIP, representa el volumen de una masa de gas como función de su temperatura y de su presión (c es un factor constante). Un enunciado de este tipo da lugar a infinitas implicaciones contrastadoras cuantitativas. En nuestro ejemplo, éstas tendrán la forma siguiente: si la temperatura de una masa de gas es TI y su presión es PI, entonces su volumen es c.TIP. Y una contrastación experimental consiste, entonces, en variar los valores de las variables «independientes» y comprobar si la variable «dependiente» asume los valores implicados por la hipótesis.
Cuando el control experimental es imposible, cuando las condiciones C mencionadas en la implicación contrastadora no pueden ser provocadas o variadas por medios tecnológicos disponibles, entonces habrá que contrastar la hipótesis de un modo no experimental, buscando o esperando que se produzcan casos en que esas condiciones especificadas se den espontáneamente, y comprobando luego si E se produce también.
Se dice a veces que en la contrastación experimental de una hipótesis cuantitativa, las cantidades mencionadas en la hipótesis sólo se varían de una en una, permaneciendo constantes todas las demás condiciones. Pero esto es imposible. En una contrastación experimental de la ley de los gases, por ejemplo, se puede variar la presión mientras la temperatura se mantiene constante, o viceversa, pero hay muchas otras circunstancias que pueden cambiar durante el proceso, entre ellas, quizá, la humedad relativa, la brillantez de la iluminación y la fuerza del campo magnético en el laboratorio, y, desde luego, la distancia entre el cuerpo y el Sol o la Luna. Y tampoco hay ninguna razón para mantener constantes hasta donde sea posible estos factores, si lo que se propone el experimento es contrastar la ley de los gases tal como se ha especificado. Porque la ley. afirma que el volumen de una masa determinada de gas está totalmente determinado por su temperatura y su presión. Ella implica, por tanto, que los otros factores son «irrelevantes con respecto al volumen», en el sentido de que los cambios que se produzcan en ellos no influyen en el volumen del gas. Por tanto, si hacemos que esos otros factores varíen, lo que hacemos es explorar una gama más amplia de casos en busca de posibles violaciones de la hipótesis que estamos sometiendo a contrastación.
La experimentación, sin embargo, se utiliza en la ciencia no sólo como un método de contrastación, sino también como un método de descubrimiento; y en este segundo contexto, como veremos, tiene sentido la exigencia de que ciertos factores se mantengan constantes.
Los experimentos de Torricelli y de Périer ilustran el uso de la experimentación como método de contrastación. En estos casos, va se ha propuesto antes una hipótesis, y el experimento se lleva a cabo para someterla a contrastación. En otros casos, en los que todavía no se ha propuesto ninguna hipótesis específica, el científico puede partir de una conjetura aproximativa, y puede utilizar la experimentación para que le conduzca a una hipótesis más definida. Al estudiar cómo un hilo metálico se alarga al suspender de él un peso, puede conjeturar que el incremento en la longitud dependerá de, la longitud inicial del hilo, de su sección transversal, del tipo de metal de que está hecho y de los pesos del cuerpo suspendido de él. Y puede después llevar a cabo experimentos para determinar si estos factores tienen influencia sobre el aumento de longitud (en este caso, la experimentación sirve como método de contrastación), y, si ocurre así, cómo influyen éstos sobre la «variable dependiente» -es decir, cuál es la forma matemática específica de la dependencia (en este caso, la experimentación sirve como un método de descubrimiento). Sabiendo que la longitud de un alambre varía también con la temperatura, el experimentador, antes de nada, mantendrá la temperatura constante, para eliminar la influencia perturbadora de este factor (aunque más adelante puede hacer variar sistemáticamente la temperatura para ver si los valores de ciertos parámetros en las funciones que conectan el incremento en longitud con los demás factores dependen de la temperatura). En sus experimentos a temperaturas constantes hará variar de uno en uno los factores que estima relevantes, manteniendo constantes los demás. Sobre la base de los resultados así obtenidos formulará intentos de generalización que expresen el incremento en longitud como función de la longitud inicial, del peso, etc.; y a partir de aquí, puede proceder a construir una fórmula más general que represente el incremento en longitud como función de todas las variables examinadas.
Así, pues, en casos de este tipo, en los que la experimentación juega un papel heurístico, un papel de guía en el descubrimiento de hipótesis, tiene sentido el principicio de que se han de mantener constantes todos los «factores relevantes», excepto uno. Pero, por supuesto, lo más que se puede hacer es mantener constantes todos menos uno de los factores que se presumen «relevantes», en el sentido de que afectan al fenómeno que estamos estudiando: queda siempre la posibilidad de que se hayan pasado por alto algunos otros factores importantes.
Una de las características notables y una de las grandes ventajas de la ciencia natural es que muchas de sus hipótesis admiten una contrastación experimental. Pero no se puede decir que la contrastación experimental de hipótesis sea un rasgo distintivo de todas, y sólo, las ciencias naturales. Ella no establece una línea divisoria entre la ciencia natural y la ciencia social, porque los procedimientos de contrastación experimental se utilizan también en psicología y, aunque en menor medida, en sociología. Por otra parte, el alcance de la contrastación experimental aumenta constantemente a medida que se van poniendo a punto los recursos tecnológicos necesarios. Además, no todas las hipótesis de las ciencias naturales son susceptibles de contrastación experimental. Tomemos, por ejemplo, la ley formulada por Leavitt y Shapley para las fluctuaciones periódicas en la luminosidad de un cierto tipo de estrella variable, las llamadas Cefeidas clásicas. La ley afirma que cuanto más largo es el período P de la estrella, es decir, el intervalo de tiempo entre dos estados sucesivos de máxima luminosidad, tanto mayor es su luminosidad intrínseca; en términos cuantitativos, M = - (a + b . log P), donde M es la magnitud, que por definición varía inversamente a la luminosidad de la estrella. Esta ley implica deductivamente un cierto número de enunciados de contrastación que expresan cuál será la magnitud de una Cefeida si su período tiene este o aquel valor concreto, por ejemplo, 5,3 días o 17,5 días. Pero no podemos producir a voluntad Cefeidas con períodos específicos; por tanto, la ley no se puede contrastar mediante un experimento, sino que el astrónomo debe buscar por el firmamento nuevas Cefeidas y debe intentar averiguar si su magnitud y su período se adaptan a esa ley presupuesta.


2. El papel de las hipótesis auxiliares


Hemos dicho antes que las implicaciones contrastadoras «se derivan» o «se infieren» de la hipótesis que se ha de contrastar. Esta afirmación, sin embargo, describe de una manera muy rudimentaria la relación entre una hipótesis y los enunciados que constituyen sus implicaciones contrastadoras. En algunos casos, ciertamente, es posible inferir deductivamente a partir de una hipótesis ciertos enunciados condicionales que puedan servirle de enunciados contrastadores. Así, como acabamos de ver, la ley de Leavitt-Shapley implica deductivamente enunciados de la forma: «Si la estrella s es una Cefeida con un período de tantos días, entonces su magnitud será tal y tal.» Pero ocurre con frecuencia que la «derivación» de una implicación contrastadora es menos simple y concluyente. Tomemos, por ejemplo, la hipótesis de Semmelweis de que la fiebre puerperal está producida por la contaminación con materia infecciosa, y consideremos la implicación contrastadora de que si las personas que atienden a las pacientes se lavan las manos en una solución de cal dorurada, entonces decrecerá la mortalidad por fiebre puerperal. Este enunciado no se sigue deductivamente de la hipótesis sola; su derivación presupone la premisa adicional de que, a diferencia del agua y el jabón por sí solos, una solución de cal clorural destruirá la materia infecciosa. Esta premisa, que en la argumentación se da implícitamente por establecida, juega el papel de lo que llamaremos Supuesto auxiliar o hipótesis auxiliar en la derivación del enunciado contrastador a partir de la hipótesis de Semmelweis. Por tanto, no estamos autorizados a afirmar aquí que si la hipótesis H es verdadera, entonces debe serlo también la implicación contrastadora I, sino sólo que si H y la hipótesis auxiliar son ambas verdaderas, entonces también lo será I. La confianza en las hipótesis auxiliares, como veremos, es la regla, más bien que la excepción, en la contrastación de hipótesis científicas; y de ella se sigue una consecuencia importante para la cuestión de si se puede sostener que un resultado desfavorable de la contrastación, es decir, un resultado que muestra que I es falsa, refuta la hipótesis sometida a investigación.
Si H sola implica I y si los resultados empíricos muestran que I es falsa, entonces H debe ser también calificada de falsa: esto lo concluimos siguiendo la argumentación llamada modus tollens (2a). Pero cuando I se deriva de H y de una o más hipótesis auxiliares A, entonces el esquema (2a) debe ser sustituido por el siguiente:

Si H y A son ambas verdaderas, entonces también lo es I. Pero (como se muestra empíricamente) I no es verdadera.
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H y A no son ambas verdaderas.

Así, pues, si la contrastación muestra que I es falsa, sólo podemos inferir que o bien la hipótesis o bien uno de los supuestos auxiliares incluidos en A debe ser falso; por tanto, la contrastaci6n no proporciona una base concluyente para rechazar H. Por ejemplo, aunque la medida antiséptica tomada por Semmelweis no hubiera ido seguida de un descenso en la mortalidad, su hipótesis podía haber seguido siendo verdadera; el resultado negativo de la contrastación podía haber sido debido a la ineficacia antiséptica del cloruro de la solución de cal.
Una situación de este tipo no es una mera posibilidad abstracta. El astrónomo Tycho Brahe, cuyas cuidadosas observaciones proporcionaron la base empírica para las leyes del movimiento planetario de Kepler, rechazó la concepción copernicana de que la Tierra se mueve alrededor del Sol. Dio, entre otras, la siguiente razón: si la hipótesis de Copérnico fuera verdadera, entonces la dirección en que una estrella fija sería visible para un observador situado en la Tierra en un momento determinado del día cambiaría gradualmente; porque en el curso del viaje anual de la Tierra alrededor del Sol, la estrella sería observada desde un punto constantemente cambiante del mismo modo que un niño montado en un tiovivo observa la cara de un espectador desde un punto cambiante y, por tanto, la ve en una dirección constantemente cambiante. Más específicamente la dirección definida por el observador y la estrella variaría periódicamente entre dos extremos, que corresponderían a puntos opuestos de la órbita de la Tierra en torno al Sol. El ángulo subtendido por estos puntos se denomina paralaje anual de la estrella; cuanto más lejos está la estrella de la Tierra, tanto menor sea su paralaje. Brabe, que hizo sus observaciones con anterioridad a la introducción del telescopio, buscó, con los instrumentos más precisos de que disponía, un testimonio empírico de esos «movimientos paralácticos» de las estrellas fijas. Y no encontró ninguno. En consecuencia, rechazó la hipótesis de que la Tierra se movía. Pero la implicación contrastadora según la cual las estrellas fijas muestran movimientos paralácticos observables sólo se podía derivar de la hipótesis de Copérnico con la ayuda del supuesto auxiliar de que las estrellas fijas están tan próximas a la Tierra que sus movimientos son lo, suficientemente amplios como para que los instrumentos de Brahe puedan detectarlos. Brahe era consciente de que estaba contando con este supuesto auxiliar, y creía que había razones para considerarlo verdadero; por tanto, se sintió obligado a rechazar la concepción copernicana. Desde entonces se ha descubierto que las estrellas fijas muestran desplazamientos paralácticos, pero que la hipótesis auxiliar de Brahe era errónea: incluso las estrellas fijas más cercanas están mucho más lejos de lo que él había supuesto, y, por tanto, las medidas de las paralajes requieren telescopios poderosos y técnicas muy precisas. La primera medición universalmente aceptada de una paralaje estelar no se hizo hasta 1838.
La importancia de las hipótesis auxiliares en la contrastación llega todavía más lejos. Supongamos que se contrasta una hipótesis H poniendo a prueba una implicación contrastadora, «Si C, entonces E», derivada a partir de H y de un conjunto A de hipótesis auxiliares. La contrastación, entonces, viene a consistir, en último término, en comprobar si E ocurre o no en una situación contrastadora en la que cuando menos por lo que el investigador sabe si se dan las condiciones C. Sí de hecho este no es el caso -si, por ejemplo, el material de la prueba es defectuoso, o no suficientemente fino-, entonces puede ocurrir que no se dé E, aunque H y A sean verdaderas. Por esta razón, se puede decir que el conjunto completo de supuestos auxiliares presupuestos por la contrastación incluye la suposición de que la organización de la prueba satisface las condiciones especificadas H.
Este punto es particularmente importante cuando la hipótesis que se está sometiendo a examen ha resistido bien otras contrastaciones a las que ha sido sometida anteriormente y constituye una parte esencial de un sistema más amplío de hipótesis interconectadas apoyado por otros testimonios empíricos distintos. En ese caso, se hará, verosímilmente, un esfuerzo por explicar el hecho de que no se haya producido mostrando que algunas de las condiciones C no estaban satisfechas en la prueba. Tomemos como ejemplo la hipótesis de que las cargas eléctricas tienen una estructura atómica y son todas ellas múltiplos enteros de la carga del átomo de electricidad, el electrón. Los experimentos llevados a cabo a partir de 1909 por R. A. Millikan prestaron a esta hipótesis un apoyo notable. En estos experimentos, la carga eléctrica de una gota extremadamente pequeña de algún líquido tal como aceite o mercurio se determinaba midiendo las velocidades de las gotitas al caer por el influjo de la gravedad o al elevarse bajo la influencia de un campo magnético que actuaba en dirección opuesta. Millikan observó que todas las cargas eran o bien iguales a una cierta carga mínima básica, o bien múltiplos enteros de esta misma carga mínima, que él entonces identificó como la carga del electrón. Sobre la base de numerosas mediciones muy cuidadosas, dio su valor en unidades electrostáticas: 4,774 X 10 (-10). Esta hipótesis fue pronto discutida desde Viena por el físico Ehrenhaft, quien anunció que había repetido el experimento de Millikan y había encontrado cargas que
eran considerablemente menores que la carga electrónica especificada por Millikan. En su discusión de los resultados de Ehrenhaft, Millikan sugirió varias fuentes posibles de error (es decir, violaciones de los requisitos de la contrastación) que podían explicar los resultados empíricos, aparentemente adversos, de Elirenhaft: evaporación durante la observación, que haría disminuir el peso de una gota; formación de una película de óxido en las gotas de mercurio utilizadas en algunos de los experimentos de Ehrenhaft; influencia perturbadora de partículas de polvo suspendidas en el aire; desviación de las gotas del foco del telescopio utilizado para observarlas; pérdida, por parte de muchas de las gotas, de la forma esférica requerida; errores inevitables en el cronometraje de los movimientos de las pequeñas partículas. Con respecto a dos partículas «aberrantes», observadas y registradas por otro investigador, Millikan concluye: La única interpretación posible en lo que se refiere a estas dos partículas ... es que ... no eran esferas de aceite», sino partículas de polvo (pp. 170, 169). Millikan observa después que los resultados de repeticiones más precisas de su propio experimento estaban esencialmente de acuerdo con el resultado que él había anudado de antemano. Ehrenhaft continuó durante muchos años defendiendo y ampliando sus datos concernientes a las cargas subelectrónicas; pero hubo otros físicos que no fueron, en general, capaces de reproducir sus resultados, y la concepción atomística de la carga eléctrica se mantuvo. Se descubrió más tarde, sin embargo, que el valor numérico que Millikan dio para la carga electrónica pecaba ligeramente por defecto; es interesante señalar que la desviación era debida a un error en una de las propias hipótesis auxiliares de Millikan: ¡había utilizado un valor demasiado bajo para la viscosidad del aire al evaluar los datos relativos a su, gota de aceite!


3. Contrastaciones cruciales


Las observaciones anteriores tienen importancia también para la idea de una contrastación crucial, que se puede describir brevemente del siguiente modo: supongamos que H, y H2 son dos hipótesis rivales relativas al mismo asunto que hasta el momento han superado cm el mismo éxito las contrastaciones empíricas, de modo que los testimonios disponibles no favorecen a una de ellas más que a la otra. Entonces es posible encontrar un modo de decidir entre las dos si se puede determinar alguna contrastación con respecto a la cual H1 y H2 predigan resultados que están en conflicto; es decir, si, dado cierto tipo de condición de contrastación, C, la primera hipótesis da lugar a la implicación contrastadora «Si C, entonces E1», y la segunda «Si C, entonces E2», donde E1 y E2 son resultados que se excluyen mutuamente. La ejecución de esa contrastación refutará presumiblemente una de las hipótesis y prestará su apoyo a la otra.
Un ejemplo clásico lo constituye el experimento realizado por Foucault para decidir entre dos concepciones rivales de la naturaleza de la luz. Una de ellas, propuesta por Huyghens y desarrollada después por Fresnel y Young, sostenía que la luz consiste en ondas transversales que se propagan en un medio elástico, el éter; la otra era la concepción corpuscular de Newton, según la cual la luz se compone de partículas extremadamente pequeñas que se desplazan a alta velocidad. Cualquiera de estas dos concepciones admitía la conclusión de que los rayos de luz cumplen las leyes de la propagación rectilínea, de la reflexión y de la refracción. Pero la concepción ondulatoria llevaba además a la implicación de que la luz viajaría con mayor rapidez en el aire que en el agua, mientras que la concepción corpuscular conducía a la conclusión opuesta. En 1850 Foucault consiguió realizar un experimento en el que se comparaban directamente las velocidades de la luz en el aire y en el agua. Se producían imágenes de dos puntos emisores de luz por medio de rayos luminosos que pasaban, respectivamente, a través del agua y a través del aire y se reflejaban luego en un espejo que giraba muy rápidamente. La imagen de la primera fuente de luz aparecería a la derecha o a la izquierda de la de la segunda, según que la velocidad de la luz en el aire fuera mayor o menor que en el agua. Las implicaciones contrastadoras rivales que se trataba de someter a prueba mediante este experimento podrían expresarse brevemente de este modo: «Si se lleva a cabo el experimento de Foucault, entonces la primera imagen aparecerá a la derecha de la segunda» y «si se lleva a cabo el experimento de Foucault, entonces la primera imagen aparecerá a la izquierda de la segunda». El experimento mostró que la primera de estas implicaciones era verdadera.
Se consideró que este resultado constituía una refutación definitiva de la concepción corpuscular de la luz y una vindicación decisiva de la ondulatoria. Pero esta estimación, aunque muy natural, sobrevaloraba la fuerza de la contrastación. Porque el enunciado de que la luz viaja con mayor rapidez en el agua que en el aire no se sigue simplemente de la concepción general de los rayos de luz como chorros de partículas; esta concepción por sí sola es demasiado vaga como para llevar a consecuencias cuantitativas específicas. Implicaciones tales como las leyes de reflexión y refracción y el enunciado acerca de las velocidades de la luz en el aire y en el agua sólo se pueden derivar si a la concepción corpuscular general se le añaden supuestos específicos concernientes al movimiento de los corpúsculos y a la influencia ejercida sobre ellos
por el medio que los rodea. Newton hizo explícitos esos supuestos, y al hacerlo, estableció una teoría concreta sobre la propagación de la luz. Es el conjunto completo de estos principios teoréticos básicos el que conduce a consecuencias empíricamente contrastables tal como la que comprobó Foucault con su experimento. De manera análoga, la concepción ondulatoria estaba formulada como una teoría basada en un conjunto de supuestos específicos acerca de la propagación de las ondas de éter en diferentes medios ópticos; y, una vez más, es este conjunto de principios teoréticos el que implica las leyes de reflexión y refracción y el enunciado de que la velocidad de la luz es mayor en el aire que en el agua. En consecuencia -suponiendo que todas las demás hipótesis auxiliares sean verdaderas-, el resultado de los experimentos de Foucault sólo nos autoriza a inferir que no todos los supuestos básicos o los principios de la teoría corpuscular son verdaderos, que al menos uno de ellos tiene que ser falso. Pero no nos dice cuál de ellos hemos de rechazar. Por tanto, deja abierta la posibilidad de que la concepción general de que hay una especie ¡de proyectiles corpusculares que juegan un papel en la propagación de a luz pueda mantenerse en alguna forma modificada que estaría caracterizada por un conjunto diferente de leyes básicas.
Y de hecho, en 1905, Einstein propuso una versión modificada de la concepción corpuscular en su teoría de los quanta de luz o fotones, como se les llamó. El testimonio que él citó en apoyo de su teoría incluía un experimento realizado por Lenard en 1903. Einstein lo caracterizó como «un segundo experimento crucial» concerniente a las concepciones corpuscular y ondulatoria, y señaló que «eliminada» la teoría ondulatoria clásica, en la que por entonces la noción de vibraciones elásticas en el éter había sido sustituida por la idea, desarrollada por MaxweIl y Hertz, de ondas electromagnéticas transversales. El experimento de Lenard, que involucraba el efecto fotoeléctrico, se podía interpretar como si con él se estuvieran sometiendo a contrastación dos implicaciones rivales concernientes a la energía luminosa que un punto radiante P puede transmitir, durante una determinada unidad de tiempo, a una pequeña pantalla perpendicular los rayos de luz. Según la teoría ondulatoria clásica, esa energía decrecería de forma gradual y continua hacia cero a medida que la pantalla se alejara del punto P; según la teoría del fotón, esa energía debe ser, como mínimo, la de un solo fotón -a menos que durante el intervalo de tiempo dado ningún fotón choque contra la pantalla, pues en ese caso la energía recibida sería cero; por tanto, no habría un decrecimiento continuo hasta cero. El experimento de Lenard corroboró esta última alternativa. Tampoco, sin embargo, resultó la teoría ondulatoria definitivamente refutada; el resultado del experimento mostraba sólo que era necesaria alguna modificación en el sistema de supuestos básicos de la teoría ondulatoria. De hecho, Einstein intentó modificar la teoría clásica lo menos posible. Así, pues, un experimento del tipo de los que acabamos de ilustrar no puede estrictamente refutar una de entre dos hipótesis rivales.
Pero tampoco puede «probar» o establecer definitivamente la otra; porque, como se señaló en general en la Sección 2 del Capítulo 2, las hipótesis y las teorías científicas no pueden ser probadas de un modo concluyente por ningún conjunto de datos disponibles, por muy precisos y amplios que sean. Esto es particularmente obvio en el caso de hipótesis o teorías que afirman o implican leyes generales, bien para algún proceso que no es directamente observable -como en el caso de las teorías rivales de la luz-, bien para algún fenómeno más fácilmente accesible a la observación y a la medición, tal como la caída libre de los cuerpos. La ley de Galileo, por ejemplo, se refiere a todos los casos de caída libre en el pasado, en el presente y en el futuro, mientras que todos los datos relevantes disponibles en un momento dado pueden abarcar sólo aquel relativamente pequeño conjunto de casos -todos ellos pertenecientes al pasado- en los que se han efectuado mediciones cuidadosas. E incluso si se encontrara que todos los casos observados satisfacían estrictamente la ley de Galileo, esto obviamente no excluye la posibilidad de que algunos casos no observados en el pasado o en el futuro dejen de ajustarse a ella. En suma: ni siquiera la más cuidadosa y amplia contrastación puede nunca refutar una de entre dos hipótesis y probar la otra; por tanto, estrictamente interpretados, los experimentos cruciales son imposibles en la ciencia. Sin embargo, un experimento como los de Foucault o Lenard puede ser crucial en un sentido menos estricto, práctico: puede mostrar que una de entre dos teorías rivales es inadecuada en importantes aspectos, y puede proporcionar un fuerte apoyo a la teoría rival; y, en cuanto resultado, puede ejercer una influencia decisiva sobre el sesgo que tome la subsiguiente labor teórica y experimental.


4. Las hipótesis «ad hoc»

Si un modo concreto de contrastar una hipótesis H presupone unos supuestos auxiliares Al, A2, .... An -es decir, si éstos se usan como premisas adicionales para derivar de H la implicación contrastadora relevante I-, entonces, como vimos antes, un resultado negativo de la contrastación que muestre que I es falsa, se limita a decirnos que o bien H o bien alguna de las hipótesis auxiliares debe ser falsa, y que se debe introducir una modificación en este conjunto de enunciados si se quiere reajustar el resultado de la contrastación.
Ese ajuste se puede realizar modificando o abandonando completamente H, o introduciendo cambios en el sistema de hipótesis auxiliares. En principio, siempre sería posible retener H, incluso si la contrastación diera resultados adversos importantes, siempre que estemos dispuestos a hacer revisiones suficientemente radicales y quizá laboriosas en nuestras hipótesis auxiliares. Pero la ciencia no tiene interés en proteger sus hipótesis o teorías a toda costa, y ello Por buenas razones. Tomemos un ejemplo. Antes de que Torricelli introdujera su concepción de la presión del mar de las bombas aspirantes se explicaba por la idea de que la naturaleza tiene horror al vacío y que, por tanto, el agua sube por el tubo de la bomba para llenar el vacío creado por la subida del pistón. La misma idea servía también para explicar otros diversos fenómenos. Cuando Pascal escribió a Périer pidiéndole que realizara el experimento del Puy-de-Dóme, argüía que el resultado esperado constituiría una refutación «decisiva» de esa concepción:
Si ocurriera que la altura del mercurio fuera menor en la cima que en la base de la montaña... se seguiría necesariamente que el peso y la presión del aire es la única causa de esta suspensión del mercurio, y no el horror al vacío: porque es obvio que hay mucho más aire ejerciendo presión al pie de la montaña que en la cumbre, y no se puede decir que la naturaleza tenga más horror al vacío al pie de la montaña que en la cumbre.
Sin embargo, esta última observación señala de hecho un modo de salvar la concepción de un horror vacui frente a los datos de Périer. Los resultados de Périer constituyen un testimonio decisivo en contra de esa concepción sólo si aceptamos el supuesto auxiliar de que la fuerza del horror no depende del emplazamiento. Para hacer compatible el testimonio aparentemente adverso obtenido por Périer con la idea de un horror vacui, basta con introducir en su lugar la hipótesis auxiliar de que el horror de la naturaleza al vacío decrece a medida que aumenta la altitud. Pero si bien este supuesto no es lógicamente absurdo ni patentemente falso, se le pueden poner objeciones desde el punto de vista de la ciencia. Porque lo habríamos introducido ad hoc -es decir, con el único propósito de salvar una hipótesis seriamente amenazada por un testimonio adverso, no vendría exigida por otros datos, y, en general, no conduce a otras implicaciones contrastadoras. La hipótesis de la presión del aire sí conduce, en cambio, a ulteriores implicaciones. Pascal señala, por ejemplo, que si se lleva a la cumbre de una montaña un globo parcialmente hinchado, llegaría más inflado a la cumbre.
Hacia mediados del siglo XVII, un grupo de físicos, los plenistas, sostenían que en la naturaleza no puede haber vacío; y con el fin de salvar esta idea frente al experimento de Torricelli, uno de ellos propuso la hipótesis ad hoc de que el mercurio de un barómetro se sostenía en su lugar gracias al «funiculus», un hilo invisible por medio del cual quedaba suspendido de lo alto de la superficie interna del tubo de cristal. De acuerdo con una teoría inicialmente muy útil, desarrollada a comienzos del siglo XVIII, la combustión de los metales supone la fuga de una sustancia llamada flogisto. Esta concepción fue abandonada finalmente como resultado de los trabajos experimentales de Lavoisier, el cual mostró que el producto final del proceso de combustión tiene un peso mayor que el del metal originario. Pero algunos tenaces partidarios de la teoría del flogisto intentaron hacer compatible su concepción con los resultados de Lavoisier, proponiendo la hipótesis ad hoc de que el flogisto tenía peso negativo, de modo que su fuga incrementaría el peso del residuo.
No olvidemos, sin embargo, que, visto ahora, parece fácil descartar ciertas sugerencias científicas propuestas en el pasado calificándolas de hipótesis ad hoc. Muy difícil, en cambio, podría resultar el juicio sobre una hipótesis propuesta contemporáneamente. No hay, de hecho, un criterio preciso para identificar una hipótesis ad hoc, aunque las cuestiones antes suscitadas pueden darnos alguna orientación a este respecto: la hipótesis propuesta, ¿lo es simplemente con el propósito, de salvar alguna concepción en uso contra un testimonio empírico adverso, explica otros fenómenos, da lugar a más implicancias contrastadoras significativas? Y otra consideración relevante sería ésta: si para hacer compatible una cierta concepción básica con los datos hay que introducir más y más hipótesis concretas, el sistema total resultante será eventualmente algo tan complejo que tendrá que sucumbir cuando se proponga una concepción alternativa simple.
5. Contrastabilidad-en -principio

alcance empírico



Como muestra lo que acabamos de decir, ningún enunciado o conjunto de enunciados T puede ser propuesto significativamente como una hipótesis o teoría científica a menos que pueda ser sometido a contrastación empírica objetiva, al menos «en principio». Es decir: que debe ser posible derivar de T, en el sentido amplio hemos indicado, ciertas implicaciones contrastadoras de la forma «si se dan las condiciones de contrastación C, entonces se producirá el resultado E»; pero no es necesario que las condiciones de contrastación estén dadas o sean tecnológicamente producibles en el momento en que T es propuesto o examinado. Tomemos, por ejemplo, la hipótesis de que la distancia cubierta en t segundos por un cuerpo en caída libre partiendo de un estado de reposo cerca de la superficie de la Luna es s = 2,7 t2 pies. Esto da lugar deductivamente a un conjunto de implicaciones contrastadoras en el sentido de que las distancias cubiertas por ese cuerpo en 1, 2, 3... segundos será 2,7, 10,8, 24,3 ... pies. Por tanto, la hipótesis es contrastable en principio, aunque de hecho sea imposible realizar esa contrastación.
Pero si un enunciado o conjunto de enunciados no es contrastable al menos en principio, o, en otras palabras, si no tiene en absoluto implicaciones contrastadoras, entonces no puede ser propuesto significativamente o mantenido como una hipótesis o teoría científica, porque no se concibe ningún dato empírico que pueda estar de acuerdo o ser incompatible con él. En este caso, no tiene conexión ninguna con fenómenos empíricos, o, como también diremos, carece de alcance empírico. Consideremos, por ejemplo, la opinión según la cual la mutua atracción gravitatoria de los cuerpos físicos es una manifestación de ciertos «apetitos o tendencias naturales» muy relacionados con el amor, inherentes a esos cuerpos, que hacen «inteligibles y posibles sus movimientos naturales». ¿Qué implicaciones contrastadoras se pueden derivar de esta interpretación de los fenómenos gravitatorios? Si pensamos en algunos aspectos característicos del amor en el sentido habitual de la palabra, esta opinión parecería implicar que la afinidad gravitatoria es un fenómeno selectivo: no todos los cuerpos físicos se atraerían entre sí. Tampoco sería siempre igual la fuerza de afinidad de un cuerpo hacia un segundo cuerpo que la de éste hacia el primero, ni dependería de las masas de los cuerpos o de la distancia entre ellos. Pero puesto que se sabe que todas estas consecuencias hasta ahora expuestas son falsas, es evidente que la concepción que estamos examinando no pretende implicarlas. Y, además, esta concepción afirma simplemente que las afinidades naturales que subyacen a la atracción gravitatoria están relacionadas con el amor. Pero, como veremos, esta afirmación es tan evasiva que no permite la derivación de ninguna implicación contrastadora. No hay ningún hecho específico de ningún tipo que venga exigido por esta interpretación; no se concibe ningún dato de observación o de experimentación que la confirme o la refute. No tiene, por tanto, en concreto implicaciones concernientes a los fenómenos gravitatorios; en consecuencia, no puede explicar estos fenómenos, no puede hacerlos «inteligibles». Como una ilustración más de este punto, supongamos que alguien presentara la tesis alternativa de que los cuerpos físicos se atraen gravitatoriamente entre sí y tienden a moverse los unos hacia los otros en virtud de una tendencia natural análoga al odio, en virtud de una inclinación natural a chocar con otros objetos físicos. y destruirlos. ¿Se podría concebir algún procedimiento para decidir entre estas opiniones en conflicto? Es claro que no. Ninguna de ellas da lugar a implicaciones contrastables; no es posible ninguna discriminación empírica entre ellas. No se trata de que el tema sea «demasiado profundo» para que se le pueda dar una decisión científica: las dos interpretaciones, que verbalmente están en conflicto, no hacen aserción alguna. Por tanto, la cuestión de si son verdaderas o falsas no tiene sentido, y ésta es la razón de que la investigación científica no pueda decidir entre ellas. Son pseudo-hipótesis: hipótesis sólo en apariencia.
Hay que tener presente, sin embargo, que una hipótesis científica normalmente sólo da lugar a implicaciones contrastadoras cuando se combina con supuestos auxiliares apropiados. Así, la concepción de Torricelli de la presión ejercida por el mar de aire sólo da lugar a implicaciones contrastadoras definidas en el supuesto de que la presión del aire está sujeta a leyes análogas a las de la presión del agua; este supuesto subyace, por ejemplo, en el experimento del Puyme. Al dictaminar si una hipótesis propuesta tiene alcance empírico, debemos, por tanto, preguntarnos qué hipótesis auxiliares implícitas o tácitamente presupuestas en ese contexto, y si, en conjunción con éstas, la hipótesis dada conduce a implicaciones contrastadoras (distintas de las que se pueden derivar de las hipótesis auxiliares solas).
Además, es frecuente que una idea científica se introduzca inicialmente de una forma que ofrezca posibilidades limitadas y poco precisas de contrastación; y sobre la base de estas contrastaciones iniciales se le irá dando gradualmente una forma más definida, precisa y variadamente contrastable.
Por estas razones, y por otras más que nos llevarían demasiado lejos, es imposible trazar una frontera neta entre hipótesis y teorías que son contrastables en principio e hipótesis y teorías que no lo son. Pero, aunque
algo vaga, la distinción a la que nos referimos es importante y esclarecedora para valorar la significación y la eficacia explicativa potencial de hipótesis y teorías propuestas.


HEMPEL, Carl G. (1987), Filosofía de la Ciencia Natural, Alianza Ed., Madrid, Cap. 2